miércoles, 19 de junio de 2024

Pensamiento decolonial

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Según un reciente artículo de prensa, la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres ha impulsado un conjunto de propuestas para
«descolonizar» y hacer más «inclusiva» la enseñanza universitaria de la filosofía, reemplazando el programa centrado en pensadores occidentales clásicos (Sócrates, Platón, Aristóteles, etc.) por otro con una mayor variedad de autores no occidentales.

Aparte de algunas tonterías, como considerar que los exámenes son una manera «colonialista» de evaluar (¡cuando los popularizaron los chinos!), o que emplear blogs o podcasts es más adecuado a una pedagogía no eurocéntrica (¡cuando son perfectas herramientas de colonización occidental!), la propuesta de esta Escuela es librar a la filosofía, o a cualquier otra manifestación cultural supongo, de sesgos eurocéntricos o racistas; algo la mar de loable. De hecho, sería bueno extender este movimiento a otras culturas (siempre que, rizando el rizo, esta extensión anti-etnocéntrica, tan occidental ella, no fuera considerada también una práctica etnocéntrica).

Ahora bien, una cosa es el provechoso ejercicio de la autocrítica, o la no menos loable universalización de la mirada a que nos aboca la perspectiva no-eurocéntrica (algo que, por cierto, ya nos enseñaron los viejos filósofos griegos, que acostumbraban a viajar y aprender de los sabios de otras culturas y latitudes), y otra muy distinta el incurrir en la relativización absoluta de los conceptos o en los sesgos ideológicos.

Así, alguien podría pensar que, dado que la filosofía se caracteriza desde sus orígenes como una alternativa crítica y dialéctica a las creencias tradicionales, es difícil justificar que el magnífico caudal de sabiduría de muchos pueblos pueda considerarse otra cosa que un compendio ancestral de preceptos prácticos y creencias sobre el mundo que, aunque dé mucho que filosofar, no sea estrictamente hablando «filosofía». Es claro, por ejemplo, que la teosofía hindú o la tradición confuciana tienen mucha profundidad filosófica (igual que la tienen la teología católica, la escolástica marxista o el psicoanálisis), ¿pero responden realmente a una especulación filosófica libre de dogmas y sometida a una duda radical?

Pasa algo parecido con algunos de los intelectuales erigidos como candidatos a «filósofos no eurocéntricos»: que parecen científicos sociales admirablemente aplicados a deconstruir y explicar la cultura a partir de un determinado paradigma (el del anticolonialismo, el del género, el del antirracismo, etc.), pero no tanto filósofos o filósofas dispuestos a cuestionarlo radicalmente todo, empezando o terminando por su propio marco de interpretación. Admito que la distinción no es fácil, como casi ninguna en filosofía, pero no que sea irresoluble o dé pábulo a un relativismo irrestricto.

En cualquier caso, me parece digno de reflexión que todas estas consideraciones decolonialistas se dirijan casi siempre a saberes como la filosofía o la historia del arte, y casi nunca o significativamente menos a la ciencia. No entiendo bien por qué todo el mundo exige diversidad cultural o paridad de género en el ámbito filosófico o el artístico, pero no, por ejemplo, en el de la física o la medicina. Mucho me temo que cuando vamos a tratarnos a un hospital o a matricularnos en una Facultad de Física, solo exigimos que los médicos, profesores y autores a estudiar sean los mejores en su campo, independientemente de su color de piel, cultura o género.

 

miércoles, 12 de junio de 2024

Escuela y polarización

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Todo el mundo reconoce que el grado de polarización y disgregación social actual es insoportable. A la habitual inquina entre izquierda y derecha, y la más feroz entre las propias izquierdas o derechas, se unen (entre otros) la aversión entre nacionalistas, entre urbanitas y gente del agro, entre feministas verdaderas y traidoras, entre ecologistas y negacionistas, o – la última – entre adultos presuntamente sensatos y jóvenes (casi todos varones) votantes de opciones provocadoramente ultras y retrógradas. Todo (menos – curiosamente – la lucha entre poseedores y desposeídos) parece estar en guerra.

Este sistema de castas y odios entrecruzados es alimentado además por una estructura igualmente incomunicada de medios de comunicación que solo tienen en común el odio feroz al «enemigo». Esto explica el ascenso masivo de un candidato político (Alvise Pérez) del que muchos no sabían nada. Lógico. Vivimos en burbujas informativas (o desinformativas). Y en burbujas de burbujas, como la de los medios tradicionales (la tele, la radio, los periódicos) y los nuevos medios (las redes sociales y sitios web), ignoradas respectivamente por la otra mitad de la población.

La situación es implosiva y solo la salva de momento una situación económica relativamente estable. Mientras tanto, la confusa tentación de acudir a líderes salvadores que nos saquen del marasmo y generen cierta apariencia de consenso (aunque no sea otra cosa que gregarismo) es más alta cada día. Si ha pasado en Italia o Argentina, y parece a punto de pasar en Francia y en buena parte de Europa, ¿por qué no íbamos a merecer un Abascal o un Alvise Pérez en España?

La democracia es pluralidad y conflicto, es cierto; pero no disgregación y polarización absoluta. La pluralidad es democrática cuando se representa en un lenguaje y un escenario común, que es donde tiene lugar el diálogo entre distintas opciones y la ceremonia de la conformidad con la que es temporalmente elegida. Si ese escenario (que es institucional, mediático y tiene su reflejo en el debate público) se rompe, el juego democrático se acaba.

Y reparar esa quiebra del espacio público no es fácil. Entre otras cosas porque la disgregación y la polarización interesa a muchos: enriquece a las empresas que han privatizado ese mismo espacio público; mata a la política y favorece el avance de un mercado sin reglas; abre oportunidades infinitas a estafadores y déspotas; y proporciona generoso «opio del pueblo» a una ciudadanía que se siente aburrida e irrelevante. 

Solo sobrevive un espacio público desde donde intentar reconstruir lentamente un tejido social resistente a la disgregación, el odio y la tentación totalitaria. Ese lugar es la escuela (pública, claro: una escuela igual de disgregada que la sociedad no serviría de nada). Para muchos jóvenes la escuela es hoy el único referente social y cultural estable desde el que afrontar un mundo cada vez más líquido y del que no se salva ni la propia familia. Hay que agarrarse a ello y convertir las escuelas en un último reducto de convivencia democrática, educando con fe y firmeza en el uso de aquellas competencias que puedan librarnos de la ceguera fanática y de la incapacidad para pensar y dialogar con los demás.

miércoles, 5 de junio de 2024

El retorno del alma

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

En la tiranía extraña y próxima que retrató George Orwell en la novela «1984» (escrita en 1950) andaban ya pululando todos los estigmas de nuestro tiempo: la vigilancia de las pantallas, la manipulación extrema del lenguaje, las noticias falsas, la polarización como mecanismo de control… Pero hay uno que siempre me ha llamado la atención y que entronca también excepcionalmente con nuestra época: el de la estandarización completa de la creación artística.

Como tal vez recuerden, en la inquietante distopía orwelliana, el siniestro Ministerio de la Verdad contaba con máquinas que componían novelas, obras de teatro, películas y canciones para consumo de las masas. Para ello bastaba con introducir en el mecanismo ciertas variables temáticas (pasiones y decepciones amorosas, sexo, sucesos morbosos…), aplicarles un «versificador» automático (esto solo para la poesía y las canciones), y organizarlas bajo estructuras narrativas o musicales simples. Los «proles» (que es como se llama en la novela a las clases populares) se volvían locos por estos engendros.

¿No les suena esto familiar? Si alguien observara con distancia el prolífico y vertiginoso mercado editorial o musical actual, podría sospechar que hay por ahí detrás cientos de máquinas como las imaginadas por Orwell produciendo libros, películas y canciones en serie para consumo masivo. Es cierto que esto de producir maquinalmente romances, folletines o espectáculos comerciales no es algo nuevo; pero la capacidad industrial y tecnológica para hacerlo es hoy tan increíblemente potente que hasta podría prescindir completamente de agentes humanos. ¿Por qué no va a poder componer una novela, una canción o una película de éxito una aplicación de inteligencia artificial (IA) como ChatGPT? Piensen en la mayoría de los best sellers que han leído y en lo que se parecen entre sí; o en las tropecientas mil canciones pop recreadas de nuevo cada temporada; o en las cientos de películas románticas o de machotes justicieros, completamente previsibles, que ofertan las plataformas de streaming. ¿Qué hay en todo ello que no pueda hacer una máquina?

Algunos dirán que esos productos no son realmente obras de arte, y que estas sí que son imposibles de crear por sistemas de IA, pero esto es poco más que un brindis retórico al sol. ¿Alguien sabe, acaso, qué es y qué no es «arte» y por qué no puede escribir una máquina algo como, por ejemplo, el Ulises de Joyce? Si se trata de combinar información según ciertas estructuras narrativas a partir de intuiciones estéticas provenientes del entorno cultural, tan preparado podría estar James Joyce como un programa bien entrenado de IA. ¿Quién notaría la diferencia?

A todo esto los más románticos luditas solo saben oponer el viejo arcaísmo del aura: hay «algo», un «no-se-qué» fetiche y mágico en la obra humana. A esta extraña e invisible «cosa», si no les diera vergüenza, le podrían volver a llamar «alma». Y quizás tuvieran razón. Pero entonces habría que pasar de la pregunta por el arte a la no menos mistérica y magnífica sobre el alma… ¿Quién se atreve con ellas?

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