Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
No hay mayor problema global que el del
dinero. No hay cosa que contamine, corrompa y destruya más que la necesidad de
autorreproducirse como un tumor que tiene el capital, la pasta gansa, el
torrente de miles de millones de euros, dólares, yenes o yuanes (es decir: de
la más absoluta «nada», que diría el maestro García Calvo) que anda constantemente
revolviendo y destrozando las cosas que son verdaderamente reales (la vivienda,
el trabajo, el paisaje, los recursos limitados del planeta…) para multiplicarse
de cualquier manera.
Siempre ha habido especuladores, desde luego: gente sin otro oficio que el del beneficio. ¡Pero es que ahora son legión! Y no hablo solo de grandes inversores, multimillonarios árabes o buscavidas que lo mismo negocian con jamones que con mascarillas sanitarias. Más que menos todos somos cómplices en este asunto. No hay dinero que, por honradamente ganado que esté, no pase hoy por un banco y acabe alimentando el mercado financiero. ¿Y quién no quiere multiplicar su dinero con pisos, bonos o acciones? La mayoría de las viviendas con alquileres prohibitivos no son de malvados fondos buitres, sino de propietarios particulares. Hasta los Estados juegan con el dinero que le cedemos (con el de las pensiones, por ejemplo) para obtener todo el rendimiento posible de él…
No parece, pues, que haya solución fuera del mercado. Al menos yo no veo ninguna revolución en ciernes. Así que el dinero seguirá, insaciable, hundiendo o impulsando empresas y Estados, arruinando o entronizando regímenes políticos, lucrándose con la guerra y con la paz, con la salud y con la enfermedad, con la educación, con la energía… O agarrándose a la vivienda como a un rentabilísimo objeto de inversión, sobre todo en tiempos de incertidumbre, y todavía más en un país que – como el nuestro – no solo es magnífico para hacer negocios sino también para vivir. Y si esto último supone expulsar a la gente de los barrios donde ha vivido siempre, pues mala suerte. No será la primera vez ni la última en que los más ricos y poderosos expulsan de sus «tierras» a los «nativos» de turno – «okupación» que no por ser de guante blanco y ante notario deja de ser mucho más lesiva para el interés general que la ínfima e irrelevante que agita la ultraderecha para asustarnos –.
¿Quiere todo esto decir que no se puede hacer nada con (entre otros) el asunto de la vivienda? Claro que no. Hay que reaccionar ante cada barbaridad del capital. Lo que no sabemos es cómo. La moral común es un sindiós abducida ella misma por el mercado (¿quién no quiere ser un rico y feliz rentista?). Y la ley, sin una moral común que la respalde, acaba convertida en retórica de poca monta. Tal vez lo único que podría ofrecer resistencia a corto plazo fuera un movimiento masivo de damnificados que obligará a actuar a los gobiernos. El que tenemos acaba de proponer medidas significativas para contener la especulación inmobiliaria, pero sin ese respaldo – si no moral, al menos democrático – que solo puede dar la ciudadanía, es dudoso que les dejen aplicarlas. Hay demasiada pasta en juego.
La formación de colectivos, esa sí que está a la deriva
ResponderEliminar