Artículo publicado originalmente por el autor en el diario.es
El calendario escolar
comienza este año con tan solo un par de cosas claras. La primera es
la confusión e incertidumbre que hemos de afrontar alumnos, docentes
y familias, durante este curso y quizás el siguiente. La segunda es
la confirmación de lo acostumbrados que estamos, en este país, a la
irresponsabilidad política en un asunto tan trascendente como el de
la educación.
De un lado, el gobierno ha
dejado a toda la comunidad educativa a caballo entre dos leyes, la
última de ellas (la LOMCE) convertida en un huracán destructivo de
lo que a muchos nos parecen principios elementales de la educación:
la formación integral de las personas, el amor al conocimiento, o la
importancia de la motivación, la curiosidad y la alegría de
aprender. En
lugar de una ley construida desde el consenso y que dote (¡al fin!)
de cierta estabilidad al sistema educativo, la LOMCE se ha impuesto,
además, de forma autoritaria y trapacera, contra el criterio de casi
todos; ha dado lugar a diecisiete sistemas educativos distintos, uno
por cada autonomía; obliga al alumnado menos favorecido a abandonar
la opción de los estudios superiores con catorce o quince años; y,
en nombre de la excelencia y la calidad educativa, elimina apoyos,
consagra la masificación en las aulas, introduce currículos
improvisados a toda prisa, y amenaza al alumnado con reválidas que
no obligan más que al adiestramiento y a la memorización de
respuestas. ¿Hace falta seguir?
Por el otro
lado, la situación tras las pasadas elecciones autonómicas, y la
que se prevé tras las legislativas de diciembre, que contagian de
incertidumbre a algo (el sistema educativo) que debería estar
relativamente a salvo (y no en el centro) de la batalla política.
¿Se derogará la LOMCE caso de perder el PP su mayoría absoluta, o
simplemente se modificará en algunos de sus aspectos más polémicos?
¿Se paralizará su aplicación actual, en caso de que se derogue o
modifique? ¿Habrá una nueva ley educativa? ¿Cómo y cuándo será?
¿Qué pasará, a todo esto, con el alumnado y sus familias?
¿Sobrevivirán a este maremagnum
legal? ¿Podrán padres y madres asumir el gasto, entre otros, de
renovar constantemente los libros escolares?...
Ante tamaña
incertidumbre, y frente a todo lo que significa la LOMCE, algunas
comunidades han decidido, sencilla y responsablemente, negarse, es
decir: ralentizar todo lo posible, incluso al precio de ser objeto de
requerimientos legales, la implementación de la nueva ley. Algunos
creímos que en Extremadura, bajo la presión de PODEMOS y el apoyo
de sindicatos y plataformas docentes y ciudadanas (firmantes, el
pasado junio, del Manifiesto Urgente sobre la Educación en
Extremadura), el nuevo gobierno de Fernández Vara iba a estar entre
esas comunidades. Imaginábamos que el presidente iba a encerrarse
durante el verano con sus consejeros y asesores para promulgar leyes,
programar un nuevo comienzo de curso y, así, evitar aplicar decretos
que, muy probable y justamente, habrá que comenzar a desaplicar en
unos meses. Pero nos equivocábamos. Pese a todo nuestro esfuerzo, se
ha impuesto la larga siesta administrativa de agosto, y la kafkiana
pesadilla que es este curso está a punto de empezar. Pagarán el
precio el alumnado, esos seres sin entidad electoral y a los que
nadie pregunta nunca nada. Pero también sus familias, que habrán de
asumir el incremento de tasas, los cambios de libros y la disminución
de las becas. Y, por supuesto, los docentes que tendrán que hacer lo
imposible para que, pese a tanta confusión e irresponsabilidad,
nuestro alumnado siga confiando en que otro futuro, otra educación,
y otra forma de hacer política son aún posibles.
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