domingo, 4 de octubre de 2015

Gracias a Dios, no somos una tribu gala. Nacionalismo y cosmopolitismo.

Personajes de Asterix y Obelix, de A. Uderzo y R. Goscinny
Texto publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura.


Recordábamos el otro día junto al escritor Jesús Sánchez Adalid (en Los sábados al Sol, el programa de Chus García en Canal Extremadura) el comienzo de su discurso tras recibir, hace unos años, la Medalla de Extremadura: “Gracias a Dios – dijo – , los extremeños no tenemos identidad”. Y por eso – añadió – “somos libres”. ¿Qué querría decir Sánchez Adalid con esto?... ¿De verdad carecen de identidad los extremeños? ¿Y por qué esto ha de hacernos más libres? Hablar de la identidad (es decir, de lo que somos) no es moco de pavo. Los antiguos griegos decían que no hay conocimiento más útil que el conocimiento de uno mismo. De saber lo que somos depende el saber de lo que nos conviene, y también de los derechos que nos es justo reclamar. Veamos.

La identidad humana posee múltiples aspectos. Es un asunto que va, desde luego, más allá de la simple identidad orgánica (esa que nos identifica con una especie animal y sus instintos). Más que código genético las personas tenemos un vasto “programa” de conductas aprendidas, que es el que conforma nuestra identidad cultural, haciéndonos partícipes de un determinado grupo social, de su idioma, sus tradiciones y creencias. Para el nacionalismo común este tipo de identidad representa algo fundamental. La comunidad cultural – se afirma – es el caldo donde se cuece la identidad personal; el individuo es, originariamente, un producto social. Por ello (y dado que en la metafísica nacionalista lo originario equivale a lo más importante) las personas son, fundamentalmente, parte de una nación o pueblo (son esencialmente españolas, catalanas, galas o saharauis). Que las personas sean parte esencial de una comunidad invita a pensar a algunos que, a viceversa, la comunidad también participe esencialmente de los rasgos que distinguen a una persona: la libre voluntad (en clave nacionalista: “nuestro modo especial de ser”) y el entendimiento (idem: “nuestro modo de interpretar el mundo”). Y que, por ello, los pueblos y naciones pueden erigirse en sujetos políticos soberanos (algo, por principio, restringido a las personas).

¿Y qué pasa con nosotros, estos extremeños, según Sánchez Adalid, sin identidad? ¿Es que no somos nadie? Lo que seguramente quería decir el escritor es que hay otros modos de ser persona, más allá de pertenecer a esta u aquella comunidad o aldea. Es más, diríamos nosotros: es que ser persona consiste, justamente, en liberarse de esa relación de pertenencia. El ser humano es infinitamente más que una suma de naturaleza y cultura. Posee una dimensión moral y racional que le empuja a valorar y pensar más allá de toda determinación genética o histórica. La única determinación esencial del hombre consiste en carecer, en origen, de una esencia determinada y, por eso, en estar condenado a buscarla. Desde esta perspectiva, la identidad humana no es un ser ni un estar (ni un ser que se defina por su estar en ningún sitio), sino un hacerse siempre inquieto. La identidad, en lo seres que se saben incompletos, no es un principio estático, sino dinámico; un deseo de identificarte con lo que te es extraño pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo. Sumar identidades es nuestra forma de crecer. Y cuanto más otro y extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor nos engorda el alma. Amar tu tierra está bien, pero amar, tanto o más, la tierra de tus antípodas te hace mucho mejor persona.

Ahora bien, si la identidad de los seres humanos consiste, esencialmente, en esa capacidad de valorar y pensar que les empuja a buscarse en los demás (en formas de vivir que, por extrañas, obligan a evaluar y enriquecer la nuestra; y en razones que, por contrarias, obligan a pensar y mejorar las propias), entonces todos los seres humanos somos iguales. No ya solo porque la capacidad de valorar y pensar (es decir, la capacidad moral y racional) sean comunes a todos los hombres (seamos de donde seamos y hablemos el idioma que hablemos), sino también en cuanto se supone que, para desarrollar nuestro mundo de valores y de ideas, la diferencia no es el término de la identidad humana (como afirma el nacionalista), sino solo el comienzo y el motor de su búsqueda.

Si todos los hombres somos esencialmente iguales, a todos deben corresponderles los mismos derechos y el mismo grado de soberanía política. Restringir esta igualdad en nombre de diferencias y derechos atribuibles a entidades (como los pueblos o naciones) que no solo no son personas, sino que ni siquiera representan rasgos relevantes para la identidad de las mismas, es irracional e inmoral. La justificación del nacionalismo liberal (el originario) no es más que la transferencia de poder y riqueza hacia nuevas élites económicas (legitimada bajo ciertos mitos edénicos). La justificación del (presunto) nacionalismo de izquierdas es (para regocijo de aquellas élites) no más que una increíble confusión entre esos mitos y la realidad, entre las personas y sus orígenes, entre el Pueblo y “mi pueblo”. La justicia es un asunto moral y, por tanto, de personas. Pero los pueblos no tienen moral, tienen costumbres (y la costumbre es solo el referente originario – no el importante – de la palabra “moral”).

A la luz de este cosmopolitismo alérgico a nacionalismos, y que aún sueña con una humanidad sin fronteras ni naciones, es como hay que entender la expresión de Sánchez Adalid: “Gracias a Dios, los extremeños no tenemos identidad (…)”. Al fin y al cabo, el cosmopolitismo es una suerte de ecumenismo secularizado (Jesús es también sacerdote). Y este, el ecumenismo cristiano, una (con)versión evangélica del humanismo griego. Ese del que aún no hemos acabado de convencer (quizás estábamos muy ocupados colonizándolos) a Asterix y Obelix, esos simpáticos galos independentistas.




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