Personajes de Asterix y Obelix, de A. Uderzo y R. Goscinny |
Texto publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura.
Recordábamos el otro día junto al escritor Jesús Sánchez Adalid (en Los sábados al Sol, el programa de Chus García en Canal Extremadura) el comienzo de su discurso tras recibir, hace unos años, la Medalla de Extremadura: “Gracias a Dios – dijo – , los extremeños no tenemos identidad”. Y por eso – añadió – “somos libres”. ¿Qué querría decir Sánchez Adalid con esto?... ¿De verdad carecen de identidad los extremeños? ¿Y por qué esto ha de hacernos más libres? Hablar de la identidad (es decir, de lo que somos) no es moco de pavo. Los antiguos griegos decían que no hay conocimiento más útil que el conocimiento de uno mismo. De saber lo que somos depende el saber de lo que nos conviene, y también de los derechos que nos es justo reclamar. Veamos.
Recordábamos el otro día junto al escritor Jesús Sánchez Adalid (en Los sábados al Sol, el programa de Chus García en Canal Extremadura) el comienzo de su discurso tras recibir, hace unos años, la Medalla de Extremadura: “Gracias a Dios – dijo – , los extremeños no tenemos identidad”. Y por eso – añadió – “somos libres”. ¿Qué querría decir Sánchez Adalid con esto?... ¿De verdad carecen de identidad los extremeños? ¿Y por qué esto ha de hacernos más libres? Hablar de la identidad (es decir, de lo que somos) no es moco de pavo. Los antiguos griegos decían que no hay conocimiento más útil que el conocimiento de uno mismo. De saber lo que somos depende el saber de lo que nos conviene, y también de los derechos que nos es justo reclamar. Veamos.
La identidad humana posee múltiples
aspectos. Es un asunto que va, desde luego, más allá de la simple
identidad orgánica (esa que nos identifica con una especie
animal y sus instintos). Más que código genético las personas
tenemos un vasto “programa” de conductas aprendidas, que es el
que conforma nuestra identidad cultural, haciéndonos
partícipes de un determinado grupo social, de su idioma, sus
tradiciones y creencias. Para el nacionalismo común este tipo de
identidad representa algo fundamental. La comunidad cultural – se
afirma – es el caldo donde se cuece la identidad personal; el
individuo es, originariamente, un producto social. Por ello (y dado
que en la metafísica nacionalista lo originario equivale a lo
más importante) las personas son, fundamentalmente,
parte de una nación o pueblo (son esencialmente españolas,
catalanas, galas o saharauis). Que las personas sean parte esencial
de una comunidad invita a pensar a algunos que, a viceversa, la
comunidad también participe esencialmente de los rasgos que
distinguen a una persona: la libre voluntad (en clave
nacionalista: “nuestro modo especial de ser”) y el entendimiento
(idem: “nuestro modo de interpretar el mundo”). Y que, por
ello, los pueblos y naciones pueden erigirse en sujetos políticos
soberanos (algo, por principio, restringido a las personas).
¿Y qué pasa con nosotros, estos
extremeños, según Sánchez Adalid, sin identidad? ¿Es que no somos
nadie? Lo que seguramente quería decir el escritor es que hay otros
modos de ser persona, más allá de pertenecer a esta u aquella
comunidad o aldea. Es más, diríamos nosotros: es que ser persona
consiste, justamente, en liberarse de esa relación de
pertenencia. El ser humano es infinitamente más que una suma de
naturaleza y cultura. Posee una dimensión moral y racional
que le empuja a valorar y pensar más allá de toda
determinación genética o histórica. La única determinación
esencial del hombre consiste en carecer, en origen, de una esencia
determinada y, por eso, en estar condenado a buscarla. Desde esta
perspectiva, la identidad humana no es un ser ni un estar
(ni un ser que se defina por su estar en ningún
sitio), sino un hacerse siempre inquieto. La identidad,
en lo seres que se saben incompletos, no es un principio estático,
sino dinámico; un deseo de identificarte con lo que te es extraño
pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te
acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo.
Sumar identidades es nuestra forma de crecer. Y cuanto más otro y
extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor nos engorda el
alma. Amar tu tierra está bien, pero amar, tanto o más, la tierra
de tus antípodas te hace mucho mejor persona.
Ahora bien, si la identidad de los
seres humanos consiste, esencialmente, en esa capacidad de valorar y
pensar que les empuja a buscarse en los demás (en formas de vivir
que, por extrañas, obligan a evaluar y enriquecer la nuestra; y en
razones que, por contrarias, obligan a pensar y mejorar las propias),
entonces todos los seres humanos somos iguales. No ya solo
porque la capacidad de valorar y pensar (es decir, la capacidad moral
y racional) sean comunes a todos los hombres (seamos de donde seamos
y hablemos el idioma que hablemos), sino también en cuanto se supone
que, para desarrollar nuestro mundo de valores y de ideas, la
diferencia no es el término de la identidad humana
(como afirma el nacionalista), sino solo el comienzo y el motor de su
búsqueda.
Si todos los hombres somos
esencialmente iguales, a todos deben corresponderles los mismos
derechos y el mismo grado de soberanía política. Restringir esta
igualdad en nombre de diferencias y derechos atribuibles a entidades
(como los pueblos o naciones) que no solo no son personas,
sino que ni siquiera representan rasgos relevantes para la
identidad de las mismas, es irracional e inmoral. La justificación
del nacionalismo liberal (el originario) no es más que la
transferencia de poder y riqueza hacia nuevas élites económicas
(legitimada bajo ciertos mitos edénicos). La justificación
del (presunto) nacionalismo de izquierdas es (para regocijo de
aquellas élites) no más que una increíble confusión entre esos
mitos y la realidad, entre las personas y sus orígenes, entre el
Pueblo y “mi pueblo”. La justicia es un asunto moral y, por
tanto, de personas. Pero los pueblos no tienen moral, tienen
costumbres (y la costumbre es solo el referente originario –
no el importante – de la palabra “moral”).
A la luz de este cosmopolitismo
alérgico a nacionalismos, y que aún sueña con una humanidad sin
fronteras ni naciones, es como hay que entender la expresión de
Sánchez Adalid: “Gracias a Dios, los extremeños no tenemos
identidad (…)”. Al fin y al cabo, el cosmopolitismo es una suerte
de ecumenismo secularizado (Jesús es también sacerdote). Y este, el
ecumenismo cristiano, una (con)versión evangélica del humanismo
griego. Ese del que aún no hemos acabado de convencer (quizás
estábamos muy ocupados colonizándolos) a Asterix y Obelix, esos
simpáticos galos independentistas.
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