Este texto fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura.
Llega la
temporada preelectoral, y el debate sobre la educación religiosa
vuelve al escaparate mediático. ¿Se debe impartir religión en la
escuela? Caso de que se deba, ¿se debe impartir integrada en el
horario escolar, como una materia más, cuya evaluación sea
computable para la nota media, etc.? Y, caso de afirmar todo lo
anterior, ¿se debe obligar a cursar una materia alternativa a los
alumnos que no quieran esa formación religiosa? Vayamos, pues, por
partes.
¿Se debe
impartir doctrina religiosa en la escuela? Los que afirman que sí
se amparan en el derecho de los
padres a elegir libremente la educación de sus hijos. Los que
afirman que no
argumentan que la escuela no es lugar para contenidos dogmáticos o
religiosos, en ocasiones extraños a los valores constitucionales, y
que dichos contenidos deben quedar confinados al ámbito privado o al
propio de la institución específica a la que pertenecen (es decir,
a la Iglesia). Bien. Para avanzar un poco en este viejo debate
convendría, antes de nada, evitar o zanjar los juicios más (a mi
juicio) superficiales, y quedarnos con lo más fundamental que anda
en liza. La defensa a ultranza de la libertad de los padres, por
ejemplo, es algo que nadie mantendría en serio (¿Tendrían derecho
los padres a educar a sus hijos en los principios de una secta de
suicidas o de practicantes del incesto?). Tampoco es sostenible que
en la escuela solo se puedan impartir materias no
dogmáticas. ¿Qué es una materia
dogmática? La propia ciencia asume
como dogmas
sus axiomas y toda una serie de presupuestos filosóficos (de los que
normalmente –y a diferencia de la teología— ni siquiera es
consciente). Las enseñanzas artísticas parten, también, del
presupuesto (irracional) de que el gusto o el arte carecen de
criterios racionales (y de que es de mal gusto, o poco estético,
exigir argumentos lógicos al que degusta o crea obras de arte). Si
hubiera que eliminar todo dogmatismo de la escuela, tendríamos que
cerrarla. El verdadero nudo del debate es otro. Entre defensores y
detractores de la religión en la escuela lo que hay son dos
visiones del mundo (y del hombre y
sus valores) aparentemente opuestas. El catolicismo no carece de
valores humanistas y universales, como he leído en algún panfleto,
tan solo tiene los suyos
(que para los católicos, como para todo el que cree estar en lo
cierto, han de ser universalmente ciertos y válidos). Igual que el
iluminismo ilustrado, el cientifismo o el socialismo (ese
“cristianismo para laicos”, decía con sorna Nietzsche) tienen
también su propia concepción del hombre y de lo que le es valioso.
Que la polémica en torno a la religión en la escuela es, en el
fondo, un debate entre concepciones distintas del mundo o el hombre
lo muestra, además, el habitual cruce de acusaciones entre unos y
otros: ambos se acusan, justamente, de querer adoctrinar a los
alumnos (cuando en el fondo, de lo que quieren
acusarse, unos y otros, es de no
adoctrinar a los alumnos en las ideas
correctas). Si esto es así, podemos
hacer dos cosas. Resolver esta vieja polémica o, si como parece,
esto no es de momento posible, acatar que, en una democracia, las
controversias ideológicas no deben
resolverse mediante prohibiciones,
sino mediante el diálogo, hasta cuando es posible, y mediante la
elección individual cuando este ya no lo es. Por eso creo que la
escuela debería ofrecer todas las opciones ideológicas (en una
democracia perfecta, hasta las más dogmáticas y antidemocráticas),
a la vez que propicia el debate entre ellas (o, al menos, la libre
elección individual). La religión católica ha de estar presente en
la escuela, lo mismo que cualquier otra opción ideológica que la
sociedad demande. Eso sí: siempre que, a la vez, se
enseñe a debatir y a optar de forma crítica y argumentada,
desarrollando la correspondiente competencia racional o filosófica.
Pluralidad de opciones
y
capacidad
crítica y racional.
Esos son los dos rasgos que
distinguen a una sociedad democrática y que, consecuentemente,
deberían también distinguir a su sistema educativo.
Supuesto, pues,
que deba ofertarse Religión Católica
en la escuela, la segunda cuestión
es cómo.
Ofertarla en
todos los cursos y ciclos educativos (como se hace ahora), y junto a
las materias de alcance más universal (entre las cuales podría
haber una materia de Religión –no de doctrina católica— en el
más amplio sentido) es tan desproporcionado como lo sería la
obligación de ofertar, no sé, clases
de socialismo
o de arte griego
desde primaria a bachillerato. Esta injustificada persistencia no
tiene más interés que el de la Iglesia católica por aumentar fácilmente el número de sus fieles. Ni
siquiera cabe la justificación de que el alumno conozca y valore la
impronta que el cristianismo (o el catolicismo) ha dejado en todos
los aspectos de nuestra cultura. Se supone que eso ya se enseña en
otras materias (historia, filosofía, literatura...) y desde un punto
de vista más objetivo y reflexivo, que es de lo que, para ese caso,
se trata.
Parece sensato,
entonces, que la Religión Católica
sea una asignatura opcional. Y que, dado su carácter específico, se
imparta fuera del horario lectivo, o en sus márgenes (en las últimas
o las primeras horas, por ejemplo), que su evaluación no cuente para
la nota media, y (añadiría) que se oferte solo en en los últimos
años de la secundaria. Su fuerte contenido ideológico y moral, y la
forma dogmática de exponerlo, hacen de la materia de Religión
algo no apto para mentes infantiles. La formación en una confesión
religiosa concreta debería ser siempre una decisión adulta y
consciente. Y tanto escuelas como padres deberían evitar que los
niños puedan ser adoctrinados de una manera tan insistente (por la
religión católica o por cualquier otra doctrina). Tal vez una
familia crea que sus creencias son excelentes para sus hijos. Pero
creo que sería más excelente aún procurar que fueran ellos los que
la valoraran libremente así, a su debido tiempo.
Dicho todo lo
anterior, la última cuestión es fácil de responder. La materia de
Religión Católica,
caso de que se imparta (fuera o en los márgenes del horario escolar
común), no debe ir acompañada de una materia alternativa
obligatoria para los que no la escojan. La obsesión de la Iglesia
española por obligar a los alumnos que no quieren formación
católica a cursar otra materia mientras sus compañeros dan Religión
es una incongruente muestra de falta de fe. Los obispos parecen tener
poca o ninguna confianza en el valor de lo que enseñan cuando
quieren evitar a toda costa que la alternativa a dar Religión
sea, simplemente, no darla
e irse uno a su casa.
Por cierto: si
castigar con una materia alternativa a los que no quieren formación
católica es algo incomprensible (y muy poco cristiano), todavía lo
es más que esta materia alternativa sea la de Valores
Cívicos, o
la de Valores Éticos,
tal como ha establecido la LOMCE. Solo a un ultraliberal descreído
de todo espíritu democrático se le ocurre pensar que la formación
en los valores constitucionales que rigen nuestra convivencia (los
valores cívicos), o la reflexión racional en torno a los valores,
en general, que orientan nuestra elecciones vitales o políticas (los
valores éticos), sean enseñanzas optativas
a las que no tengan acceso los alumnos que escogen Religión.
Justo antes decíamos que una de las competencias más fundamentales que debe contribuir a
desarrollar el sistema educativo de un estado democrático es la
competencia para evaluar racional y críticamente
todas las opciones que se nos presentan en la escuela o en la vida (o
en las urnas). Pues bien, esta competencia es justo la que
desarrollan esas materias que, como la
Filosofía, la
Ética, o los Valores
Éticos, se han convertido, con la
LOMCE, en materias mayormente...¡Optativas! Como si reflexionar
y analizar crítica y racionalmente todo lo que cada día hacemos y
pensamos fuese no más que una
opción,
y no una necesidad humana ni la mayor garantía de madurez ciudadana
y democrática que puede acreditar una
sociedad.
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