Publicado originalmente por el autor en el Correo Extremadura.
La compasión por las víctimas de los
recientes acontecimientos de París no debería ocultar las nauseas
ante todo lo que late tras esos terribles hechos. Hora tras hora los
titulares de los informativos vuelven a repetir machaconamente las
consignas acostumbradas: barbarie terrorista, atentado a la
humanidad, ataque a la democracia y las libertades, lucha
contra el mal, todos
somos Francia, etc. No se
trata solo de frivolidades que no explican nada, sino, más
aún, de frivolidades capciosas,
lemas a corear que sustituyen el análisis y ocultan todo asomo de
crítica. Son mera propaganda de guerra.
Porque no, no se trata de
terrorismo. Se trata (como reconoce el gobierno francés) de una
guerra. Más concretamente, del capítulo de una guerra que se anda
librando en Oriente Medio desde hace un siglo, y en la que Occidente
y Francia son parte interesada. Desde la creación artificial de
estados (como Siria) mezclando minorías bajo el yugo de tiranos
amigos, hasta la ilegítima ocupación de Irak, pasando por la
imposición a sangre y fuego de un estado judío (por motivos,
además, explícitamente religiosos), y cien avatares más (incluido
el conflicto Sirio, en el que parece revivirse una segunda guerra
fría), Occidente se ha ganado a pulso sufrir (aunque sea en contadas
ocasiones) las consecuencias de esta guerra por controlar una de las
regiones con más valor estratégico y económico del mundo.
Y no, no se trata tampoco de un acto
de barbarie gratuita. En la guerra cada uno usa las
armas que tiene a su alcance. Si Occidente dispone de flamantes
portaaviones y aviones con que, sin apenas riesgo (para ellos, aunque
sí para la población civil), “eliminan” con perfecta asepsia a
los enemigos (del trabajo sucio se ocupan mercenarios a sueldo), los
“bárbaros terroristas” usan lo que tienen más a mano: hombres
bomba desesperados y desarraigados sin nada que perder en la tierra y
mucho que ganar en el cielo.
Tampoco es un atentado
contra la humanidad. Es un ataque contra Francia y Occidente
desde otra de las facciones de esta guerra (entre las que se estará
celebrando esta victoria con palabras inversas pero parecidas a las
de nuestra propaganda). Un ataque despiadado, pero no más que los
que se suceden casi cada semana, sin apenas cobertura mediática, en
países donde la gente no muere mientras cena en restaurantes o
disfruta de un concierto, sino en mercados y mezquitas donde
sobrevive a su hambre y su desesperanza (o en el mar tratando de
escapar de donde las bombas no son excepción sino costumbre). Que
París o Nueva York se consideren la Humanidad supongo que
tiene que ver con que sus muertos valgan mil veces más de tiempo e
interés que los muertos de la humanidad sin mayúsculas,
aunque unos y otros se deban a la misma e innoble guerra.
No se trata de una lucha
entre la civilización y la barbarie, sino entre unos
determinados intereses y Estados, que pretenden mantener su
influencia hegemónica en la zona, y otros intereses, Estados y
proto-Estados (a menudo arrabales monstruosos de los nuestros) que
también quieren, legítimamente (es decir “por la fuerza”, que
es – como todos sabemos – lo que realmente significa para la
mayoría la palabra “legitimo”), su parte del pastel, además de
otras cosas no menos importantes: identidad, dignidad, respeto
internacional, etc.
Tampoco es un ataque
contra la Libertad y la Democracia. Ni libertad ni democracia
son las cosas que más ha importado Occidente a Oriente Medio; más
bien han sido tiranía, violencia y codicia lo que han heredado de
nosotros. Quizás no tenga otra cosa que dar el llamado “mundo
libre”, tan proclive como es a confundir la libertad con el libre
mercado, y a la democracia con el ritual legitimador de las mayores
desigualdades. Tal vez también por eso haya tanto “terrorista”
entre nuestras propias filas. Contaba Borges la historia de aquel
bárbaro lombardo que, al sitiar Ravena, se vio tan impresionado por
lo civilizado de lo que asediaba, que se pasó al enemigo y murió
por defender la ciudad. No parece que nuestra civilización ejerza,
ahora mismo, ese poder de atracción sobre estos nuevos “bárbaros”
(más bien parece lo contrario). Entre otras cosas, quizá, porque no
son precisamente las obras de Borges lo que nuestros inteligentes
bombarderos suelen lanzar a la gente.
Los acontecimientos de París son, en
conclusión, y como los de cualquier guerra, terribles. Y volverán,
obviamente, a repetirse (con toda la retahíla de consignas y
lamentos hipócritas detrás) mientras esa guerra dure. Algo útil
que, no obstante, podemos hacer, para que deje de durar, es no
dejar que el lenguaje de la propaganda bélica piense por nosotros.
No, no es simple terrorismo. Ni los “otros” son unos simples
bárbaros fanáticos (aunque también lo sean), ni nosotros somos la
Humanidad ni el Reino de la Libertad y la Democracia. La cosa es, me
temo, bastante más compleja. Y contra la complejidad de nada sirve
invocar al dios de las batallas, corear consignas ni entonar La
Marsellesa. Parodiando la simplificación del Obispo Cañizares, en
Occidente no todo es (ni mucho menos) trigo limpio. Y
por ahí hay que empezar.
Hola, muy buen post. Tienes toda la razón.
ResponderEliminarGracias por el comentario.
EliminarGracias por el comentario.
EliminarNuevo capítulo del maniqueísmo en el que está cayendo buena parte dela intelectualidad occidental. Eso sí, un maniqueísmo masoquista, por el que ahora los malos somos los occidentales quienes, en su infinita ambición de poder, hemos pervertido a los buenos salvajes hasta transformarlos en demonios. ¿Tiene Vd. hijos?
ResponderEliminarJustamente, el artículo critica el maniqueísmo, el nuestro (ellos malos, nosotros buenos). Pero no, obviamente para caer en el otro (ellos buenos, nosotros malos). En ningún momento se ha dicho ni se ha sugerido eso. Gracias por el comentario y saludos.
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