Publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura y en la revista Humano, creativamente humano.
Faltan tantos días y horas – claman los periodistas – para el gran debate (combate) televisivo entre los líderes (campeones) de los distintos partidos políticos (equipos). Mientras tanto, los partidos hacen nuevos “fichajes”, y sus líderes, junto a una corte de asesores (entrenadores) visitan los estudios (estadios) de radio y televisión para someterse a todo tipo de pruebas de habilidad: cantar, bailar, cocinar, contar chistes... Por cierto que la prueba de más rabiosa actualidad es (y es muy significativo) la de acudir como comentaristas a los programas deportivos de más audiencia. En cualquier caso, al final de cada actuación los líderes proclaman ufanos que, digan lo que digan las encuestas (los pronósticos), ellos “van a salir a ganar”, y que en estas elecciones (este campeonato), “van a ir a por todas”. Mientras, el publico (la hinchada) escucha con satisfacción estas familiares proclamas y acude a los mítines, con sus banderines e himnos, a admirar, en directo, los regates dialécticos y las piruetas retóricas de las estrellas del equipo. Otros, la mayoría, se limitan a hacer sus apuestas sobre el resultado de los debates o en las urnas. Por cierto, ya tarda alguien en inventar algún procedimiento por el que el voto se asimile a una suerte de quiniela en el que los ganadores obtengan algún premio (ya que el cumplimiento de los promesas electorales se ve que no). Me apuesto el alma a que se duplicarían los índices de participación. En fin, y como puede verse, el juego democrático se ha convertido en esto: en un gran espectáculo deportivo.
Faltan tantos días y horas – claman los periodistas – para el gran debate (combate) televisivo entre los líderes (campeones) de los distintos partidos políticos (equipos). Mientras tanto, los partidos hacen nuevos “fichajes”, y sus líderes, junto a una corte de asesores (entrenadores) visitan los estudios (estadios) de radio y televisión para someterse a todo tipo de pruebas de habilidad: cantar, bailar, cocinar, contar chistes... Por cierto que la prueba de más rabiosa actualidad es (y es muy significativo) la de acudir como comentaristas a los programas deportivos de más audiencia. En cualquier caso, al final de cada actuación los líderes proclaman ufanos que, digan lo que digan las encuestas (los pronósticos), ellos “van a salir a ganar”, y que en estas elecciones (este campeonato), “van a ir a por todas”. Mientras, el publico (la hinchada) escucha con satisfacción estas familiares proclamas y acude a los mítines, con sus banderines e himnos, a admirar, en directo, los regates dialécticos y las piruetas retóricas de las estrellas del equipo. Otros, la mayoría, se limitan a hacer sus apuestas sobre el resultado de los debates o en las urnas. Por cierto, ya tarda alguien en inventar algún procedimiento por el que el voto se asimile a una suerte de quiniela en el que los ganadores obtengan algún premio (ya que el cumplimiento de los promesas electorales se ve que no). Me apuesto el alma a que se duplicarían los índices de participación. En fin, y como puede verse, el juego democrático se ha convertido en esto: en un gran espectáculo deportivo.
Que el ejercicio del poder tenga una
dimensión teatral o espectacular es algo tan antiguo como el poder
mismo. Toda sociedad se instituye a través de ritos, ceremonias y
símbolos, que el poder político utiliza para legitimarse y obtener
la conformidad de los gobernados. Que este carácter teatral del
poder político se dé, hoy, a través de los medios de comunicación
de masas y que el político se comporte como un showman
televisivo no son nada nuevo. Lo que quizás resulte más novedoso es
la naturaleza deportiva que parece adoptar, últimamente, el
espectáculo mediático-político.
Una forma simple de interpretar esta
tendencia “sport” del espectáculo del poder es señalar su
carácter popular. Desde las olimpiadas griegas hasta las grandes
competiciones de nuestra época, el deporte ha sido uno de los
espectáculos favoritos de la gente. En un régimen político – el
nuestro – en el que el pueblo es el soberano titular, las
exhibiciones políticas tienen que ajustarse a los gustos populares,
de ahí que adopten una forma y lenguaje propios de la épica
deportiva, en la que los lideres ganan o pierden según se puntúen
ciertas cualidades (retóricas, psicológicas...) fáciles y
emocionantes de cuantificar (y que solo indirecta y vagamente tienen
que ver con presuntos principios o ideas políticas que son, por lo
demás, mucho más complejas de exponer y valorar).
Pero esta explicación no es del todo
convincente. La popularización del espectáculo político es
una constante histórica más que una característica de la
democracia (incluso los tiranos más tiránicos necesitan el apoyo de
su pueblo). Además, esta vulgarización admite muy variados
formatos. De hecho, el más frecuente ha sido siempre el religioso:
recuerden a los faraones, o los césares, tratados como dioses.
También el teatro antiguo, el circo romano, las ejecuciones
públicas, y otros tantos festejos similares, han sido frecuentemente
usados como exhibición propagandística por parte del poder. Lo del
“formato deportivo” parece, pues, relativamente novedoso.
Otra posible explicación remite al
relativismo moral y político, típico de una cultura vieja y
descreída como la nuestra. Ante la ausencia de ideales políticos
fuertes y claros, la gente se tomaría la cosa pública con una
cierta frivolidad o deportividad, como quien hace una porra en el bar
de la esquina. Al fin y al cabo – se dice – todos los políticos
defienden cosas muy parecidas, concretamente: las que haga falta
defender para ganar. En la política, como en el deporte,
ganar, meter el gol o la canasta, parecen fines absolutos (no medios
para ninguna otra cosa más importante). Esta falta de “seriedad”,
consustancial a una época – esta – alérgica a lo sustancial,
impide que el espectáculo político pueda adoptar tintes religiosos,
o trágicos. Nadie admitiría hoy, en nuestro entorno cultural,
celebrar una ejecución pública, por ejemplo, o entusiasmarse por
una guerra. Pocos de nosotros creerían necesario “dar la vida”
(ni quitarla) por ninguna idea o creencia. En el viejo Occidente ya
no queda nada trascendente. Vivir por vivir, ese parece ser nuestro
intrascendente fin. Por eso decía Ortega y Gasset aquello de que la
vida, la nuestra, no tiene más sentido que el que pueda tener un
mero fenómeno deportivo.
El sistema democrático, que es un fiel
reflejo de este relativismo y nihilismo contemporáneos, tiene
además, per se, una
cierta naturaleza deportiva. La democracia consiste en tomarse las
cosas con deportividad,
más que con razones (que, además, nunca están claras). Hay
que saber perder, y ganar, porque saber algo más (por ejemplo, lo
que sea de verdad justo o injusto) es difícil, por no decir
imposible. ¿Qué criterios objetivos usamos para distinguir la ley
realmente justa de la que no lo es? En ausencia de razones comunes y
argumentos objetivos solo cabe jugarse a los votos cuál de
nuestros subjetivos e interesados deseos se impone al de los demás.
Es decir: solo cabe el recurso a la fuerza, revestida
de juego, en que consiste la democracia. A la fuerza
de los votos (a la fuerza
de los que son “más que tú”) y de las
reglas (lo único sagrado en cualquier juego). La democracia
es el reino de lo cuantitativo, erigido desde la absoluta creencia
en la ausencia de reinos
y absolutos, y
en el que todos los votos cuentan exactamente lo mismo. Al
fin y al cabo, ¿hay alguien que sepa más que otro en qué consiste
la calidad de lo “justo”? No. Parece que es una verdad
objetiva que toda verdad y valor son subjetivos, y una
verdad desinteresada y pura que todos los hombres se mueven
por opiniones interesadas y espurias. Tal vez por esto repite
Rajoy en las entrevistas que él, por viejo y sabio, no da ya más
consejos (¿quién sabe nada?). Solo este: “haz deporte”.
Pues eso: haga deporte, amigo, y cuando
le dé locamente por pensar en política, en lo que de verdad es
justo o injusto, encienda rápido el televisor, que entre partido y
partido, y en el hueco que deja la información deportiva, verá a
los políticos hacer como que pelean (como en la lucha libre de la
tele), o simular que están peloteándose (le) sus favores. La
pelota, por si no lo sabía, es usted. Pero mejor lo olvida. No vaya
a ser que, harto de burlas y golpes, deje usted de botar...
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