Ni los teólogos más ortodoxos y
estirados, ni los ilustrados ateos más soseras han podido nunca con
esta fiesta mayor y profundamente popular que es la Semana Santa. Qué
le vamos a hacer. El pueblo no es fácil de conducir a veces. Ni
entiende las refinadas abstracciones de los teólogos, ni le conforma
la estéril desesperación del ateo. Prefiere creer, a su modo
sentimental e imaginativo, que hay algo grande, poderoso e indefinido
por ahí detrás. Algo que lo explica inexplicablemente todo y que se
hace misteriosamente presente en el frenesí de la fiesta.
Porque la Semana Santa es ante todo una
fiesta. Una fiesta, por demás, casi más pagana que cristiana, tanto
en la idolatría que rezuma (viendo los pasos es inevitable
imaginarnos las procesiones con que los antiguos romanos festejaban a
sus dioses) como en aquello que idolatra. Al fin, el relato de la
pasión cristiana no es, en gran parte, sino la enésima versión del
mito universal del ciclo de la muerte y la resurrección primaveral
de la vida. Otros muchos dioses antes de Jesús (Horus, Attis,
Krishna, Dionisos, Mithra) son sacrificados para resucitar a los
pocos días, amén de otras muchas coincidencias. Algo que no debería
extrañar, dado que el cristianismo brotó del mismo magma mitológico
sobre el que se asientan todas las culturas del mediterráneo y el
oriente próximo.
De todo esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo pulsar aquí.
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