Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Soy un republicano escéptico, y más por tradición – como la
propia monarquía – que por convicción. En esto no las tengo todas conmigo. Y
cuando escucho a mis amigos de izquierdas, menos. En la mayoría de los casos,
su entusiasmo republicano no tiene mejores argumentos que la añoranza por la II
República, una notable confusión conceptual entre “república” y
“republicanismo”, y el simple rechazo, más temperamental que racional, de la
monarquía.
La añoranza por la II República es comprensible. Lamentamos
todo lo que se perdió con ella – una oportunidad de oro para regenerar y modernizar
este país –, y odiamos con saña a aquellos que la cercenaron y sepultaron
(entre ellos, muchos conspiradores monárquicos). Pero esto no es una razón.
Menos aún si con ello se pretende comparar la monarquía que encarnaba Alfonso
XIII (con ribetes aún absolutistas) con las actuales monarquías
constitucionales.
Pero el mayor error de mis amigos antimonárquicos es el de
confundir “república” con “republicanismo”. Una “república” moderna es una
forma de organizar el Estado (en la que el máximo cargo institucional, a veces
sin poder ejecutivo, es un presidente electo – en lugar de un monarca –), y el
“republicanismo” es una doctrina política identificable, en general, con la
defensa de lo público, el respeto al estado de derecho y la efectiva participación
de la ciudadanía en el poder. Lo uno no implica a lo otro, en ningún sentido.
De hecho, parte de los estados europeos más “republicanistas” y/o de mayor
tradición democrática, son monarquías (Suecia, Noruega, Dinamarca, Bélgica,
Holanda, Reino Unido), y parte de las “repúblicas” de nuestro entorno (países
del este, EE.UU., Italia…) abrigan regímenes totalitarios, gobiernos
ultraliberales y/o democracias estructuralmente corruptas. Por ello, afirmar
que la instauración de una república es condición, incluso suficiente, para dar
un giro hacia políticas sociales, de izquierda, o más democráticas, en nuestro
país, es, cuando menos, de una ingenuidad temeraria.
Otro argumento en contra de la monarquía es el de subrayar
la irracionalidad o incongruencia que supone que el acceso a la Jefatura del
Estado sea hereditario, y no por votación o consenso. Este razonamiento es muy
débil. En primer lugar, porque la monarquía no es más irracional de lo que lo
son la propia institución – y la mayoría de las instituciones – de un país
(empezando por la delimitación de sus fronteras), casi todo ello fruto – como
la propia monarquía – de tradiciones y veleidades históricas. En segundo lugar,
porque la misma democracia se funda en principios sustancialmente irracionales
(de entrada, en la asunción de que el voto – por encima de cualquier
consideración racional – es la forma legítima de tomar y validar decisiones
políticas). Y, en tercer lugar, porque la monarquía constitucional se erige, en
Estados como el nuestro, en razón a consideraciones políticas que, al menos,
hay que entender antes de desechar. Veamos esto último.
En un régimen democrático, justo por estar fundado en la
fuerza (la de las mayorías sobre las minorías), se precisa de referencias, si
no racionales, sí libres, al menos, de la lucha partidista y el vaivén de la
opinión pública. Para ello no bastan la prolijidad de los procedimientos
deliberativos (algo que suele acabar convirtiéndose en simple burocracia), ni
la potestad de los jueces, igualmente sometidos, en parte, a la lucha política
(como podemos observar, ahora mismo, en la contienda por la presidencia en
EE.UU). Se requiere, además, de una institución con fuerte carga simbólica que
encarne y salve al Estado más allá de la guerra constante entre grupos de poder.
¿Podría jugar este rol un presidente de la república elegido en las urnas e
ideológicamente marcado? Dado el cainismo político de este país, me resulta
difícil imaginar que algo así pudiera funcionar.
Ahora, ¿significa todo esto aceptar, sin más, la monarquía?
No. Significa que, de momento, tenemos asuntos más importantes entre manos. Por
ejemplo, el de la reforma educativa; asunto del que depende que podamos confiar
efectivamente en la soberanía de una ciudadanía madura, cargada de razones y
libre de mitos y de reyes.
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