Foto de Lolo Olivares |
No sé, por cierto, a quién se le ocurrió esa espantosa y
orwelliana consigna de “nueva normalidad”. Si su intención era tranquilizarnos,
erró del todo: ni lo normal es sinónimo de bueno, ni embozar la boca es normal
en ningún sitio (en que no sea habitual marginar, secuestrar o ejecutar a la
gente). “Normal” proviene de “norma”, una de cuyas acepciones es la de “ley”;
la “nueva normalidad” es, simplemente, “lo que estamos obligados a hacer por
ley”.
Decía el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han que,
habiéndose acostumbrado desde el principio de la pandemia a ver embozados a sus
compatriotas, la boca destapada de los europeos le parecía algo casi obsceno.
Tal vez, y como al etólogo Desmond Morris, le pareciera que la boca humana, con
sus carnosos, rojos y sobresalientes labios, fuera una suerte de imitación del
sexo (el femenino, según Morris). Para mí, sin embargo, la boca está más ligada
a lo espiritual que a lo carnal o, al menos, a una suerte de puente entre ambos
mundos (el “labio de arriba el cielo, y la tierra el otro labio”, decía el
poeta Miguel Hernández).
Con la boca empezamos a llorar y exhalamos ese último
aliento que los antiguos llamaban ánima. Y, por el camino, hablamos. La boca es
el órgano de la palabra y la razón, de la más viva, que es la que surge, como
metal sin cristalizar aún, del diálogo que lo es. Por ella descubrimos nuestro
interior y con ella desvelamos – o eso decimos – el mundo. Decía Joseph
Campbell que la boca no suele estar entre los rasgos con que, en eras
primitiva, se dibuja la cara. Tal vez sea porque es el ángulo ciego originario
de toda otra representación. Con los ojos vemos (lo superficial), pero solo por
la boca sabemos lo que vemos. Por eso, para conocer algo (no digamos a
alguien), hay que hablar, o dejar que hablen. Si Dios, o el logos – como creen
filósofos y científicos –, creo el mundo hablando – dando forma o fórmula a las
cosas –, antes, o a la vez, tuvo que existir una boca, siquiera mística.
La boca es, también, el lugar del encuentro, la comunión, la
identificación con lo/el otro, para hacer un yo más grande, más pleno y menos
solo, que es todo el objetivo de nuestra existencia. Desde el acto de respirar,
beber o comernos el mundo, hasta el más sublime de comprenderlo (esto es:
hablarlo con la boca del alma), pasando por todas las fases intermedias (de la
esgrima tibia del beso a la etérea del diálogo), la boca es el órgano con el
que buscamos unirnos a lo que aún no somos. Se puede amar sin ojos, sin manos,
sin sexo, sin voz audible, pero no sin boca, sin habla. Sin habla es imposible
la identidad, ni con lo(s) demás, ni con uno mismo – esa narración, ese diálogo
íntimo y silente en que me digo “yo” –. Pongan a un niño pequeño junto a un ser
todo lo humanamente bello que quieran, pero sin boca o habla y, al lado, a
otro, todo lo horrendo que puedan, pero con boca y habla; y verán, rápidamente,
con cuál de ellos se identifica.
No es de extrañar, pues, que mostrar la boca (más que los
ojos) sea un signo de civilidad. La gente de bien va a cara descubierta,
mientras que quien se emboza es, a menudo, el bandido desalmado, el tipo
asocial que no habla ni entiende, sino que actúa y destruye.
¿Qué pensar entonces de este colectivo uniformemente
enmascarado que ahora somos? A mí, además de melancolía, confieso que me da
miedo. Solo conforta saber que, aun embozados, confinados y vigilados, todavía
podemos hablar. Aunque menos que antes. Y, justo por eso, tenemos que hacerlo
más fuerte; sin llegar al grito desbocado, pero con vehemencia. Nada de “nueva
normalidad”. A un estado de excepción le corresponde un habla, una consciencia,
una fiscalización del poder igualmente excepcionales. Qué nadie, bajo ningún
concepto o urgencia, nos tape la boca, esto es: nos impida hablar. Para un ser
humano, no hay mayor muerte que esa.
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