Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
De todas
las “lecciones” a extraer de la pandemia, tal vez haya que
destacar, por su relevancia y su relación con la educación, estas
tres: la innegable dimensión global de la mayoría de los
acontecimientos que conforman, hoy, nuestra experiencia; el
crecimiento exponencial tanto del acceso a la información como de la
posibilidad de manipularla; y la ausencia, siquiera como referente
ideal, de criterios ético-políticos claros y explícitos (tanto en
la ciudadanía como entre la clase política y los “expertos”)
con que afrontar situaciones como la vivida.
Comencemos por lo último. Se ha discutido mucho durante estos meses sobre el control disciplinario de los ciudadanos por parte del Estado. ¿Pero había otra posibilidad? ¿Estaba preparada la ciudadanía para adoptar motu proprio pautas cívicas de carácter extraordinario? Que la ciudadanía esté preparada para asumir por convicción, y no coerción, determinados deberes, depende de su educación (nadie nace sabiendo comportarse), pero también de que esa educación esté orientada a desarrollar la autonomía y la responsabilidad moral, en lugar de reducirse a mero adiestramiento retórico en normas y valores.
Pese a la obviedad de lo dicho, la mayoría de la gente (políticos y expertos incluidos) tiene a la ética como un saber infuso y puramente subjetivo o, en el mejor de los casos, como una simple práctica o fundamentación escolar de valores. Nada más lejos de la realidad. La ética es una disciplina filosófica que, más allá del análisis del hecho moral, de sus condicionantes, su lenguaje o su relación con otros hechos e ideas, propone y desarrolla planteamientos desde los que afrontar dilemas y decisiones de relevancia personal y social en infinidad de ámbitos (económico, ecológico, científico-tecnológico, médico, empresarial, legal, político, etc.), fuera de los cuales es muy difícil entender lo que implican nuestros juicios y posiciones morales, deontológicas o políticas. Pues ser libre no es hacer lo que queramos, sino ser conscientes de las causas y consecuencias de (y de las alternativas a) nuestras decisiones y de la justeza del criterio que aplicamos para tomarlas.
En cuanto al problema de procesar con fiabilidad la información, se alude con frecuencia al “pensamiento crítico”. ¿Pero qué es el “pensamiento crítico”? Los historiadores creen que conocer la historia (¿pero quién critica su modo de conocer?), los científicos que aplicar su método (¿pero qué demuestra la validez de su criterio de validez?), otros que variar o revisar las fuentes (¿pero por qué unas y no otras?). Mas el pensamiento crítico no se reduce a una vaga capacidad transversal a desarrollar en cada campo del saber, sino que constituye, por el contrario, una competencia sustantiva, consistente en someterlo todo a análisis racional (desde la concepción y categorización de lo real hasta la propia noción de conocimiento o ciencia, evitando supuestos infundados, dogmas y prejuicios) y que, solo una vez asentada, se puede trasladar al resto de las disciplinas. ¿Que esto supone una formación larga y específica? Claro: como la física de partículas o el arte de tocar el piano. Con la diferencia de que dominar la física de partículas o el piano no son imprescindible para la convivencia o el desarrollo educativo en general, mientras que el pensamiento crítico sí.
Por último, ¿cómo tratar educativamente el tema de la “globalización”? Organismos como la OCDE proponen formar a los alumnos en una “competencia global” que les prepare para comprender la complejidad del mundo integrando todas sus dimensiones, niveles y relaciones sistémicas. Pero el desarrollo de esta competencia exige pericia en ese saber de lo total y sus partes que es la ontología, además de, también, en la ética, si es que hemos de justificar, de forma convincente, el compromiso moral con “causas”, también “globales” o universales, con las que no cabe ningún vinculo afectivo o pragmático inmediato. Integrar ideas y conocimientos para obtener una visión global de la realidad, y fundar compromisos y decisiones en orden a su validez universal son, por cierto, dos de las tareas propias a la filosofía.
Conclusión: es imprescindible que nuestros alumnos, futuros protagonistas de pandemias y problemas globales aún más graves, aspiren a poseer una visión holística, profunda y ontológicamente ordenada de lo real, un pensamiento crítico fundado en una rigurosa reflexión sobre el conocimiento, y un criterio ético propio y fundamentado, de manera que, más allá de salvarse a si mismos del egoísmo más ciego, sean inmunes a demagogos o “virus informativos”, sensibles a injusticias y desigualdades, y resistentes a tentaciones totalitarias y/o segregadoras. Que, además, sepan inglés, informática y ciencias, está muy bien, pero no los va a salvar de todo esto (y, a la mayoría, ni siquiera de la precariedad económica).
No hay comentarios:
Publicar un comentario