Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
En colegios e institutos están al caer los exámenes finales. Muchos alumnos de secundaria, tras finalizar los exámenes de fin de curso, continúan ahora con la preparación del examen de acceso a la Universidad. Y no pocos profesores andarán también, en muy poco tiempo, haciendo exámenes de oposición para habilitarse plenamente como examinadores profesionales. ¡Exámenes! No deja de ser curioso prestar tanto tiempo y energía a algo que, en general, no sirve absolutamente para nada – para nada bueno, se entiende, que tenga que ver la educación –.
Que los exámenes no sirvan para nada bueno quiere decir que no solo no sirven, en general, para promover y evaluar competencias académicas o profesionales, sino que para lo que mayormente “sirven” es para todo lo contrario: para desincentivar y medir habilidades (memorización mecánica, repetición sumisa de lo que nos repiten, paciencia, resistencia psíquica, esfuerzo ciego) que solo de forma muy colateral se relacionan con las competencias que presuntamente desarrollan y califican.
Una prueba irrefutable de la inutilidad de los exámenes es que todo lo que supuestamente aprendemos preparándolos se olvida, casi por completo, en cuanto el examen se acaba. Salvo casos excepcionales (como el del pobre Funes, el “memorioso” del cuento de Borges, que de tanto recordar era incapaz de pensar), la mayoría de nosotros no recordamos prácticamente nada (hagan la prueba) de aquello de lo que se nos examinó en el colegio, el instituto e incluso la facultad. Recordarán, eso sí, cosas asociadas a una buena clase, a la figura carismática de algún profesor, al interés, pasión o profesión que tenían o hayan desarrollado más tarde, o, incluso, a algún evento aleatorio, pero nunca, o muy pocas veces, a los exámenes.
Por otra parte, aprender y examinarse
representan procesos opuestos. Aprender consiste en asimilar, en tus
propios términos, y desde tu propio juicio sobre el sentido y valor de lo que
aprendes (¿cómo si no?), lo que otros o el entorno te enseñan; examinarse
consiste en reaccionar a lo que se te ordena, prescindiendo tanto de tu juicio
sobre su valor o sentido, como de tus propios ritmos y modos de aprendizaje.
Dicho de otro modo: aprender es incorporar a tu acervo vital nuevas
ideas, preguntas, niveles de conciencia, capacidades o actitudes, a través de
un trabajo personal de investigación y reflexión que se alimenta de la relación
con otras mentes y de la necesidad de entender e interactuar adecuadamente con
el entorno; examinarse consiste en someterte a mecanismos
administrativos que interrumpen, cuando no anulan, ese mismo proceso de
aprendizaje para satisfacer requisitos (notas, certificaciones…) que nada
tienen que ver, en sí mismos, con él.
Nada bueno se aprende, en fin, con los exámenes, sino, en
todo caso, a pesar de ellos, frase esta que debería estar escrita en el
frontispicio de esos cuartelillos del sistema de adiestramiento civil que
siguen siendo colegios o institutos. Dejemos de perder tiempo y energía en
ellos, y dediquemos esos recursos a investigar, preguntar, razonar, dialogar,
experimentar y reflexionar con nuestros alumnos. Esto es, a todo lo que hacen
las personas cuando les dejan serlo.
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