En esta región tenemos el talento de elegir políticos que entienden el papel de la ética y la filosofía en la educación. De ahí el trabajo de ingeniería curricular que realizó el gobierno extremeño para modificar la ley Wert (que, recordemos, eliminaba el 75% de las materias filosóficas) y, también, la defensa, durante estos días, de una propuesta de impulso para garantizar la presencia de la ética en 4º de la ESO, cumpliendo con lo que, en 2018, se acordó por unanimidad en la Comisión de Educación del Congreso.
En el pleno de la Asamblea por el que se aprobó esta última propuesta se suscitó además un interesante debate filosófico; algo que honra a la cámara legislativa extremeña, y que le vendría muy bien a cualquier otra. ¿Se imaginan que en todos los parlamentos del mundo los diputados dialogaran entre sí, como filósofos, no buscando otra cosa que la verdad misma, o que, conociendo el origen filosófico de sus ideas políticas, las defendieran con argumentos filosóficos? ¡Sería la apoteosis de la democracia!
Pero pasemos al debate sobre el valor de la filosofía y su papel en la educación, que es de lo que se trató el otro día en el pleno. Un debate, por cierto, que no podía ser sino filosófico, ¿pues cómo “valorar” la filosofía sin una filosofía que clarifique previamente los criterios de “valor”? ¿O cómo opinar sobre “educación” sin el trasfondo de una determinada “filosofía educativa”? La filosofía tiene estas cosas: hasta para cuestionarla hay que ponerla en práctica. De hecho, el filosófico es el único saber que no solo tiene por objeto a los demás saberes, sino también a sí mismo (por eso no existe una “matemática de la matemática”, o una “biología de la biología”, pero sí una “filosofía de la matemática”, una “filosofía de la biología”, o una “filosofía de la filosofía”).
Que la filosofía sea el saber que tiene por objeto a todos los saberes debería darnos una pista de por qué es ella la que más y mejor contribuye al desarrollo del pensamiento crítico. Es cierto que todos, y desde casi todos los ámbitos, podemos ser críticos, pero solo de forma parcial (rara vez criticamos los propios supuestos desde los que criticamos). Solo la filosofía hace crítica de todo, incluyéndose a sí misma en ese todo, y solo ella convierte en tema de estudio (y no solo en herramienta de uso) al propio pensamiento crítico. Por eso el especialista en pensamiento crítico es el filósofo (igual que el especialista en el lenguaje es el lingüista, o en el cálculo el matemático, por mucho que todos hablemos o calculemos).
En cuanto al tema de la utilidad de la filosofía es hora de desmentir un viejo tópico: la filosofía no es algo que se haga por amor al arte – como sugirió algún diputado –, sino por pura necesidad. Nadie puede vivir sin una cierta idea, por ingenua que sea, de la realidad en la que vive, de su propia entidad como persona, de las condiciones que le hacen tomar algo por verdadero, o de la razón y el valor último de sus acciones. ¿Y quién no sospecha alguna vez de la consistencia de todas esas ideas? ¿Hay alguien que no necesite plantear y responder cuestiones de orden filosófico?
El papel de la filosofía en la educación consiste, precisamente, en proponer un marco conceptual y metodológico para esas preguntas, de manera que los adolescentes adquieran una visión compleja de lo real (más allá de las repuestas irracionales o parciales de la religión o la ciencia), un conocimiento profundo de sí mismos (identificando las ideas que inspiran sus juicios, deseos, emociones o comportamientos), una perspectiva rigurosa sobre la verdad y el saber (organizando el caos de información en el que viven), y un criterio ético-político propio (analizando las razones y sinrazones que hay tras cada filosofía moral y política). ¿Les parece de poca utilidad todo esto?
La filosofía también sirve, por cierto, y sustancialmente, a la democracia. No para justificarla ideológicamente, sino para ponerla en práctica en su sentido más originario y radical. No en vano filosofía y democracia nacieron, en la antigua Grecia, con un mismo propósito: el de no aceptar nada que no fuera previamente discutido y razonado por todos los ciudadanos (o, como reclamaba Platón, por todos los que han sido convenientemente educados en la filosofía). Por eso, filosofía y democracia se legitiman igual: cuestionando constantemente su propia legitimidad, abriéndose completamente a la crítica y sometiéndolo todo no a los votos (que son solo el mal menor cuando no hay tiempo para el acuerdo), sino al parlamento de la razón.
¿Habrá entonces algo
más educativo, democrático y propiamente humano que la exigencia continua de
justificación racional que caracteriza a la filosofía? ¿Y no habrá entonces que
cultivarla todo lo posible, tanto en la Asamblea como en las aulas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario