Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
La determinación y el esfuerzo colectivo con que, en poco
más de un año, se ha logrado controlar una pandemia de proporciones gigantescas
debería servirnos, si no de modelo, si, al menos, de inspiración para afrontar
un reto mucho mayor: el de la crisis medioambiental que se nos avecina. No
faltan a este respecto reivindicaciones, foros científicos o proyectos
estratégicos (la Agenda 2030, el reciente programa España 2050);
lo que se necesita es lo mismo que se demandó en la gestión de la pandemia: la
participación de la ciudadanía (y no solo, ni fundamentalmente de los expertos)
en la toma de decisiones.
Dos proyectos interesantes en este sentido son la formación
de una Asamblea Ciudadana para el Clima (tal como establece la Ley de
Cambio Climático y Transición Energética) y el papel que se quiere dar a la
educación para el desarrollo sostenible en la LOMLOE. En ambos casos el
objetivo es generar una ciudadanía activamente comprometida con los cambios
sociales y de valores que la situación va a requerir.
Ahora bien, comprometer a la ciudadanía exige hablar claro.
Una deliberación pública o un proceso educativo puramente retóricos, en que no
se planteen con profundidad y objetividad ciertos asuntos fundamentales, no
servirá probablemente de nada.
El primero de esos asuntos es de naturaleza ética. Son
frecuentes las admoniciones a favor de llevar una vida más austera (el propio
presidente Sánchez nos advirtió el otro día que tendremos que consumir menos
carne, ropa, electrónica y viajes). Pero para mucha gente, rebajar su nivel y
sus expectativas de consumo (algo para lo cual han invertido, en ocasiones,
muchos años de trabajo) no es un plato de gusto. Y el miedo no es aquí un
argumento suficiente: las generaciones más acomodadas, sea por edad o por
estatus, saben que no van a sufrir las consecuencias más graves de la debacle
medioambiental. ¿Podemos esperar entonces que toda esa gente se comporte por
puro deber ético? ¿No tendrían que ser, antes, educados para ello? ¿O es
que se piensa en obligarles con la ley? ¿Pero cómo, si la ley deviene, en gran
medida, de ellos?
La segunda cuestión, también de carácter ético y político,
se refiere a la distribución de los costes de la transición (los
impuestos, la renuncia a ciertos “lujos”, el cambio de hábitos…). ¿Se va a
seguir en esto el modelo de las últimas crisis financieras, en las que el
ciudadano paga por los excesos de los que más tienen? Y, de modo análogo, ¿van
a asumir el mismo coste las naciones desarrolladas (y, por tanto, más
contaminantes) que aquellas que no lo están? Parece obvio quién tiene que pagar
la factura; pero, amén de que volvemos al primero de los problemas, ¿no habría
de crearse, para ello, un marco impositivo y jurídico de dimensiones mundiales?
¿Será esto posible?
Otro tema de calado es hasta qué punto la transición
ecológica supone cuestionar un sistema económico que, como el nuestro, se basa
en el aumento constante de la producción y el consumo. El capitalismo y la
lucha contra el cambio climático no parecen procesos compatibles. ¿No habría,
pues, que decrecer en lugar de desarrollarse, por muy sostenible
que pretenda ser ese desarrollo? ¿O no será esta otra de las crisis por las que
el capitalismo acaba reinventándose a sí mismo? De hecho, ya existe un
“capitalismo verde” apostando por el nuevo coche eléctrico que se va a comprar
usted o – entre otras cosas – por llenar Extremadura de minas y enormes plantas
fotovoltaicas. ¿Obrarán la ciencia y la tecnología el milagro de
armonizar los intereses del mercado con la salvaguarda de los recursos
naturales, o habrá que encontrar un sustituto al capitalismo que nos libre de
la catástrofe?
Y, tras todo esto, la pregunta del millón: ¿Qué forma de
vida ética, justa y económicamente viable podemos desear como alternativa a la
que ahora tenemos? El sueño de la mayoría de los habitantes de este planeta
sigue siendo, hoy por hoy, el de consumir como un norteamericano o europeo
medio (tener una vivienda, o dos, un coche, viajar…), y la postal edénica que
nos venden los apóstoles de la austeridad (hijos de la abundancia todos, antes
de convertirse a la religión de la huerta) no basta, ni mucho menos, para
convencer a toda esa gente (que también quieren tener la oportunidad, propia de
ricos, de desdeñar la riqueza).
Es imprescindible, pues, una reflexión más grave y
filosófica, en la que no solo sean los expertos, sino, sobre todo, los
ciudadanos, los que especulen acerca de cómo podemos y debemos vivir para
realizar nuestra naturaleza sin tener que destruir para ello todo lo demás. Más
que de “desarrollo” se trataría, pues, de pensar en una “felicidad sostenible”
que no confunda la plenitud humana con deseos y objetivos que – como todos los
que alientan el mercado y la sociedad de consumo – nos distraen de – y perdón
por la impertinencia – lo verdaderamente importante…
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