Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Miedo y desinformación suelen ir de la mano. Cuanto menos
sabemos sobre una patología, un fenómeno de la naturaleza, un cambio por venir
o cualquier otra situación peligrosa, nueva o diferente, menos seguros nos
sentimos frente a ella y más se desboca la imaginación en torno a sus más
temibles consecuencias. Por el contrario, el conocer qué son y cómo se
comportan las cosas que nos atemorizan nos permite prever los riesgos que
supone afrontarlas y actuar con serenidad y valor.
Durante milenios, la mayoría de los seres humanos han
enfrentado la incertidumbre y el miedo a través de mitos y rituales que, de
forma irracional pero emotivamente efectiva, proporcionaban explicaciones e
ilusorios mecanismos de control (la oración, el sacrificio…) sobre desastres,
enfermedades y todo tipo de acontecimientos dañinos o peligrosos. Hoy, las narraciones
míticas y las prácticas mágico-rituales han sido sustituidas (en nuestra
cultura, al menos) por la ciencia y la técnica, de manera que el miedo a los
terremotos, las epidemias, la locura o mil cosas más ya no se apacigua rezando
o acudiendo al curandero o el exorcista, sino reconociendo la naturaleza sujeta
a explicación de tales fenómenos y consultando al sismólogo o al médico.
Ahora bien, con ser mucho lo ganado, hay algo que hemos
perdido en este tránsito de la religión a la ciencia. Es cierto que en la lucha
contra la ignorancia y el miedo la religión solo suele ofrecer explicaciones
dogmáticas e ingenuas (como los mitos) y técnicas de control ilusorias (ritos,
amuletos…), pero incluye principios morales (no siempre puestos en práctica,
desde luego) y una cierta visión articulada del mundo que alienta la
cooperación (aunque tampoco la garantice) más allá de nuestra esfera particular
de intereses. La ciencia, en cambio, proporciona explicaciones precisas e
instrumentos de control más eficaces, pero carece de propuestas éticas,
políticas o metafísicas que sirvan para guiar la vida de la gente. El precio a
pagar por su fidelidad a los hechos y por la precisión matemática con que los
conforma, es su incapacidad para tratar de cosas que, como los valores e ideas,
determinan las decisiones colectivas e individuales.
Sin embargo, esta incapacidad de la ciencia no es fácilmente
admisible por sus ideólogos más recalcitrantes (aunque, paradójicamente, si
suele serlo por los propios científicos). Fruto de este positivismo cientifista
(que cree que la ciencia podrá resolverlo todo) y del irracionalismo moderno
(que niega la capacidad de la razón para dilucidar objetivamente las cuestiones
éticas, políticas o metafísicas) es el desequilibrio entre el progreso
científico y el moral (o el más propiamente racional, que no excluye a los
valores o a las cuestiones existenciales del ámbito cognoscitivo). Así, cuatro
siglos de brillantes avances científicos no solo no han servido para resolver
los grandes problemas de la humanidad (la desigualdad, la precariedad, la
intolerancia, el egoísmo, la violencia…), sino que han ayudado a crear otros
nuevos y peores (las armas de destrucción masiva, el agotamiento de los
recursos, la crisis climática…).
Un ejemplo de esto lo encontramos en la reciente pandemia.
De un lado, la ciencia ha sido capaz de desarrollar a toda velocidad las
vacunas para controlar su propagación. Del otro, nuestra ceguera ética y una incapacidad
irresponsable para comprender globalmente los problemas han impedido una
política de distribución equitativa de la vacuna a nivel mundial (con el
consiguiente perjuicio para todos). Lo mismo cabría decir de la controversia
entre las medidas para proteger la salud pública y los derechos de la
ciudadanía, o sobre la falta de resolución en torno a la crisis climática. ¿Qué
nos importan realmente los progresos en genética, inteligencia artificial o
computación cuántica, si no somos capaces de compartir unos principios éticos y
una concepción global de la realidad y de nuestro papel en ella que generen
convicción y eviten, por ejemplo, el cataclismo climático o la lucha feroz y
suicida por acumular recursos?
La solución, en fin, a los problemas de los que depende
nuestra existencia (no digamos a la cuestión sobre la finalidad o el sentido de
esta) no está en la invocación al “I+D”. No es formación o desarrollo científico
lo que más falta nos hace. Lo que más necesitamos es superar el estado de
inopia de la ciudadanía, revertir el desinterés y la ignorancia sobre los
asuntos éticos, denunciar el pragmatismo político imperante, y acabar con la
desorientación generalizada acerca de nuestro papel y responsabilidad con
respecto a los demás y al entorno. Si no atendemos a todo esto nos quedaremos
con lo que tenemos, esto es: con una ciencia sin conciencia, regida por los
intereses cortoplacistas del mercado y la realpolitik de las grandes
potencias. Y honestamente: no se me ocurre nada más incierto, imprevisible y
pavoroso.
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