Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hasta hace poco, cuando la gente se desmandaba en la calle
la policía los devolvía al redil a la orden de «circulen». Ahora la consigna es
la contraria: «no circulen». Es decir: no abandonen su casa (pueden contagiarse),
no se desplacen sin necesidad (alteran y contaminan el medio) y, sobre todo, no
salgan a trabajar, consumir o relacionarse fuera (todo ello se puede hacer cada
vez mejor de forma telemática). El mensaje, según algunos agoreros, parece claro:
concéntrense ustedes en estar sanos, en construirse una placentera vida virtual
y en producir y consumir lo máximo posible y al mínimo coste para los dueños
del negocio. ¿Es esto exagerado?
Es cierto, por ejemplo, que el dejar de «circular» es la
medida más eficaz para contener el coronavirus y sus variantes. ¿Pero
entendemos las consecuencias (mentales, sociales, cívicas) de una restricción
indefinida de la movilidad? Si no queremos que la pandemia se cronifique, los
recursos sanitarios (medicamentos, vacunas, patentes) tienen que circular por
todo el mundo, lo mismo que la información y la educación de la ciudadanía, que
es la que en último término ha de determinar el grado de riesgo a asumir y las
medidas a adoptar. En todo caso, y agoreros aparte, nadie sabe a qué va a dar
lugar este proceso de atomización y ralentización de la vida, multiplicado por
la pandemia, y por el que nos estamos acostumbrando a que casi todo contacto con
el mundo (el trabajo, la educación, la asistencia médica, la relación con la
administración, la información, el consumo, los contactos personales…) sea
reducible a una interacción a través de medios y empresas que nos prestan,
sospechosamente gratis, sus servicios tecnológicos.
«No circulen» es también una de las consignas de la lucha contra
la crisis medioambiental. Se nos pide que no viajemos en avión, que evitemos usar
el coche (incluyendo el eléctrico, tan perjudicial para el medio ambiente,
dicen, como el térmico), y que obremos con sumo cuidado para no dejar huella en
un entorno gravemente afectado por la acción humana. Y está muy bien. Todo eso
es necesario. ¿Pero estamos seguros de que es correcto pedírselo en los mismos
términos a los que viven en ciudades y en zonas rurales, a quienes llevan
generaciones dilapidando recursos y a quienes no tienen nada…? Mitologías
arcádicas aparte, restringir la movilidad puede significar un empobrecimiento
relativo de la vida. Y es un sacrificio que hay que compensar y redistribuir.
La versión apoteósica del «no circulen» es, sin embargo, aquella
que nos impele, como si de un privilegio o derecho conquistado se tratara, a no
movernos de casa para trabajar (tal como no lo hacemos ya para consumir,
entretenernos o relacionarnos con otros). Así, tras la deslocalización de las
fábricas y los mercados, parece que les llegara el turno a los individuos (a su
deslocalización unos con respecto a otros y de todos con respecto a su mundo
social). Es como si el modelo de la producción y el comercio a distancia
(operativo a todas horas, sin fronteras, a mínimo coste y con enormes
beneficios no regulados) se aplicara ahora al propio trabajador (productor a
todas horas, sin horarios fijos, sin fronteras entre el espacio de trabajo y el
doméstico, y a un coste muchísimo más bajo). Por demás, el teletrabajador
no solo ahorra a empresas y estados el coste de oficinas, tiendas o edificios
públicos, sino sobre todo el riesgo de asociarse con otros más allá de los
vínculos efímeros (y vigilados) de las redes sociales. El fin de este proceso
es una suerte de operario (consumidor, contribuyente…) «perfecto», esto es:
solo, clavado en su silla y controlado por una prodigiosa máquina (su ordenador
personal) que ve, registra, almacena e intenta determinar de forma sistemática
cada una de sus decisiones. Orwell no lo hubiera podido imaginar mejor.
Dicen que vivimos en una modernidad líquida, en la
que todo se mueve y circula sin referencia alguna. Pero lo que se observa es lo
contrario: que las cosas cambian realmente muy poco, y que las referencias, en
el fondo, están muy claras. ¿Quién puede moverse hoy de su sino económico, su
nicho social, su burbuja política y mediática o, más genéricamente, de su metaverso
o mundo virtual particular? Muy pocos. O tan pocos como siempre. Casi se diría
que nada circula hoy salvo el capital, que lo hace por todo el mundo, libre
de tasas, sin regulación o control externo y con un perfecto y digitalizado
dominio mediático sobre miles de millones de trabajadores precarios, sufridos
contribuyentes y consumidores compulsivos. Es esta, dicen (decimos) los
agoreros, la situación más dulce posible para el ejercicio de un poder omnímodo
e invisible (condición lo uno de lo otro) que nos quiere quietos, como estáticos
galeotes ante sus pantallas, dedicados a reproducir su dinero y ensimismados en
la tarea de construirnos – con cierta ilusión de movilidad – una pseudovida
virtual que nos salve de la que llevamos.
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