Jan Matejko "Stanczyk" 1862 |
Ahora bien, ese viejo carnaval ritualmente subversivo ya no
existe. Y casi que menos mal, porque en él la gente se desmandaba de veras,
dando rienda suelta a la violencia y las pulsiones más primarias sin disfraz
alguno. El carnaval que celebramos hoy en nuestras calles está, por el
contrario, complemente domesticado, y es poco más que una ceremonia naíf sin
otro desmadre que el de desfilar a juego, cantar unas letrillas ingeniosas
(siempre del mismo modo – pocas fiestas más conservadoras y envaradas que el
carnaval actual –) y salir de cañas con más disciplina de lo corriente (¡Si los
que participaban en las saturnales, las misas de locos o las fiestas
de esclavos levantaran la cabeza!)
Esta laxitud del carnaval actual tiene, por cierto, su
explicación. Las viejas celebraciones dionisíacas tenían que contrarrestar unas
condiciones de vida muy duras y un ejercicio del poder aparentemente más
estricto que el que soportamos hoy. Pero ojo, no es que ahora el poder y el
orden sean realmente más laxos; todo lo contrario, son más imperativos que
nunca, pero lo son amablemente y sin que apenas nos demos cuenta. Y son así de
amables gracias, precisamente, a que vivimos en una suerte de «carnaval» perpetuo
y al ralentí, de manera que podemos evadirnos del yugo que nos sujeta, reírnos
de él, soñar que no lo tenemos o fingir que nos saltamos sus normas, sin salir
de la ficción mediática o los mundos virtuales que nos entretienen y evaden
cada día tanto, al menos, como nos conforman y controlan.
Frente a la mascarada perfecta del festival mediático (del
que la política, como vemos estos días, es parte insustituible), el carnaval de
antaño no tiene ya nada que ofrecer. Si las verdaderas carnestolendas consisten
en invertirlo ficticiamente todo, ¿qué otro desparrame carnavalesco puede
competir con el que nos ofrecen hoy los medios, redes y plataformas digitales?
¿Qué puede hacer sombra a sus fábricas de mitos, sus catálogos de máscaras,
perfiles y personajes, sus posibilidades casi infinitas para la burla, el
postureo, el alterne, la subversión figurada o el linchamiento regenerativo?
Es difícil imaginar cómo podríamos salvar al carnaval de las
calles y plazas del de las webs y los servicios de entretenimiento a domicilio.
Planteo, no obstante, una sugerencia, no sé si muy loca, para celebrar una
inversión o mascarada mucho más profunda y subversiva que la que producen los «late
shows», los videojuegos o la adicción a las series.
A ver, si el carnaval ha de celebrar lo infrecuente y darle
la vuelta a todo, ¿por qué no llevamos la fiesta al límite? Por ejemplo: en
lugar del estruendo con que agredimos normalmente a los demás – debido no a
nuestra «alegre y latina forma de vivir» sino a la más absoluta falta de
consideración por los otros –, en nuestro carnaval podríamos disfrazarnos de personas
educadas, capaces de hablar sin dar voces y de divertirnos sin tener que
exhibir (por impotencia cerebral) la potencia sonora de nuestros bajos en
garitos, coches tuneados o plazas públicas. ¿Qué les parece?
Otro ejemplo: en vez de burlarnos de las costumbres e ideas
de los demás y arder de indignación cuando toca reírse de nuestras sacrosantas
manías, creencias y tontunas idiosincráticas, podríamos hacerlo al revés, o
reírnos de todo, como es lo propio a un carnaval serio.
Otra idea. Como es corriente no respetar las normas más que
cuando interesa hacerlo, ¿qué tal si durante los días de carnaval nos
comportarnos de forma más íntegra? Para algunos políticos y la ciudadanía que
los vota, esos días representarían un auténtico desahogo tras meses de
estresante subordinación al imperio de los peores deseos.
Finalmente, y para salir de la rutina carnavalesco-mediática,
¿y si en vez de emborracharnos y ahondar en la inconsciencia habitual,
invertimos las cosas y nos regalamos una experiencia más consciente de todo lo
que nos rodea? Por ejemplo, a través de una sesuda reflexión acerca de la
enorme y engañosa mascarada de la que formamos, seguramente, la peor parte.
¿Les gusta el proyecto? Ser educado con los demás, reírnos
de nosotros mismos, comportarnos siempre de forma honesta y llevar una vida más
reflexiva y consciente; dadas las circunstancias, todo eso sí que sería, y
triste es decirlo, una auténtica fiesta de carnaval.
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