Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hay motivos para explicar esta buena disposición entre los
jóvenes: mayor nivel de formación, una exposición menor que la de sus mayores a
la demagogia nacionalista, una educación – aun mínima y sometida a vaivenes
políticos – en los valores propios a una ciudadanía democrática y cosmopolita (tolerancia,
aprecio por la igualdad y la diversidad, insistencia en el diálogo como modo de
solventar conflictos, respeto por los derechos humanos, preocupación por el
medio ambiente…), y una cierta experiencia, todavía minoritaria, y a veces
obligada, de estudio y trabajo en otros países de la Unión.
En cualquier caso, si queremos afianzar una identidad
europea libre de eurocentrismos xenófobos, populismos y nacionalismos
disgregadores, hay que trabajarse más seriamente aquello que desde hace
cincuenta años se viene llamando la «dimensión europea de la educación». Quizás
sería bueno implantar ya, en colegios e institutos, un área o ámbito, e incluso
un departamento didáctico, consagrado a la UE y que promueva y fortalezca ese
sentido de identidad abierto al mundo que nos define como ciudadanos
europeos.
¿Y de qué habría que tratar en esa materia o ámbito europeo
de educación? Lo primero, como es obvio, de la fundamentación ética de los
valores que tenemos en común, y sin los cuales no hay proyecto de integración
que valga. Y subrayo lo de «fundamentación ética» porque uno de los valores
más sutiles, pero más específicos, de la identidad europea es justamente el de
la reconsideración crítica de todo valor. Diríamos que el «espíritu
europeo» es tan alérgico a los dogmas que necesita reevaluar y refundar de
continuo, ética y filosóficamente, sus pocas pero significativas certezas. De
ahí el segundo de los asuntos fundamentales a tratar en una educación para el «ser
europeos»: el del pensamiento crítico, esto es, el de la competencia para
enjuiciar las creencias propias y de otros en orden a comprobar su validez
racional y medir sus implicaciones morales y políticas.
El tercer objetivo de una materia en Unión Europea
debería consistir en una enérgica inyección de teoría crítica del
conocimiento (tal como se hace, por ejemplo, en el Bachillerato
Internacional), con objeto de «vacunar» al alumnado contra las cada vez más
complejas estrategias de manipulación y desinformación que pululan,
inevitablemente, en un sociedad abierta y plural como la nuestra.
Otro aspecto esencial del «espíritu europeo» es su radical
diversidad, de manera que educar para ser europeo habría de consistir también en
desarrollar la capacidad empática de comprender otras posiciones y costumbres
políticas, morales o sociales, sin tener que dejar por ello de ser uno lo que
ya es. A esto en filosofía se le suele llamar «dialéctica», y en términos más
prosaicos se puede detallar como el ejercitarse en un tipo de identidad
flexible, integradora y evolutiva que no niegue la diversidad como amenaza,
sino como un motivo para crecer y perfeccionarse.
El quinto elemento de una educación paneuropea debería
ser, sin duda, el de una formación teórica y práctica en el sentido de la equidad.
No hay identidad ni sentimiento de pertenencia a una comunidad democrática y
fundada en los derechos humanos si antes no se dan unas condiciones suficientes
de igualdad y justicia en el acceso a la educación, el trabajo, la justicia, la
participación política y los servicios y beneficios públicos.
En cuanto al sexto «tema» fundamental para reforzar nuestra
identidad europea, este debería de ser, justamente, el de relativizarla y
proyectarla al mundo; esto es: el de desarrollar una perspectiva global,
transdisciplinar y sistémica de comprensión de problemas de naturaleza
planetaria (la desigualdad, la guerra, las cuestiones ecosociales, el cambio
climático…) como principal herramienta de una ciudadanía mundial capaz de hacer
frente a los mismos.
Más allá de estos seis elementos básicos (la ética, el
pensamiento crítico, el conocimiento, la dialéctica, la justicia y la
conciencia global), ya solo restarían unas pinceladas acerca del patrimonio y
las lenguas y, como algo completamente imprescindible, la participación
efectiva (y afectiva) en el propio proceso de integración, por ejemplo,
mediante la intensificación de los intercambios internacionales entre
estudiantes (la generalización de las becas Erasmus en secundaria es una
excelente iniciativa a este respecto). Ahí tienen ustedes la simiente de un
curso, a completar durante toda la vida, sobre lo que fundamentalmente
significa la Unión Europea.
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