domingo, 13 de marzo de 2022

Cómo mejorar la docencia

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


El Ministerio de Educación acaba de publicar un documento con veinticuatro medidas para la mejora de la profesión docente en el ámbito no universitario. Es una buena noticia. Como suele decirse, la calidad de un sistema educativo nunca es mayor que la de sus maestros y profesores. Da igual cuánto dinero se gaste en digitalizar los centros, cuánto se renueven los currículos, o cuanto crezca el ya hipertrofiado laberinto de leyes educativas; al final de todo está el docente, y lo que este sepa y pueda hacer con su alumnado. Por ello, mejorar realmente la selección, la formación y la carrera de los profesionales de la enseñanza es coger al fin el toro de la calidad educativa por los cuernos; al menos, por uno de ellos.

El de la docencia es un oficio apasionante pero duro. Dar clases es solo la punta del iceberg. Por debajo están las tareas de coordinación, las tutorías, la atención a los alumnos, la planificación, la preparación de las sesiones, la elaboración de material, la evaluación, la formación, la investigación… No hay dinero que pague esto, ni que compense la enorme responsabilidad que supone guiar y formar cada año a cientos de niños, adolescentes y jóvenes. Por esto es esencial que aquellos que ejercen la docencia, sea al nivel que sea (y tan trascendental – ¡o más! – es la educación infantil como la universitaria), tengan una decidida vocación y sean los mejores entre los mejores. 

¿Pero los mejores en qué? No es fácil definir con precisión el oficio de uno. Un docente no es solo un experto en la transmisión del saber, es también un referente cívico y personal para su alumnado y, si me apuran, para la sociedad entera. Por eso, para ser maestro o profesor no solo cuentan las aptitudes académicas o las habilidades didácticas; también importan, y mucho, la vocación, el carisma y la integridad personal, rasgos que, aun siendo decisivos para explicar los resultados más visibles del trabajo educativo, son en sí mismos imposibles de medir.

La aptitud académica no debe infravalorarse. No he oído nunca opinión más estúpida que aquella que afirma que un maestro o un profesor de secundaria “no tiene que saber demasiado”. Es del todo imposible transmitir o divulgar con eficacia nada que no se conozca con la mayor profundidad. Da igual la materia de la que se trate: el docente tiene que ser un experto de primer nivel en aquello que enseña. Por ello hay que aplaudir la propuesta ministerial de endurecer el acceso tanto a los grados de educación infantil y primaria como al máster de educación secundaria. Es lo que hacen otros países que se toman muy en serio la educación. Y es una pena que esta filosofía no se extienda también al proceso selectivo de ingreso al cuerpo, para que a la evaluación cada vez más decisiva de la competencia pedagógica le correspondida una exigencia mayor en el examen de la capacidad científica. Nadie entiende que se exija lo que se exige a un ingeniero de telecomunicaciones o a un notario, y no a quienes han de ocuparse de educar a los ciudadanos.  

Otro aspecto a no despreciar es el didáctico. Los maestros y profesores son pedagogos, por lo que es incomprensible que los haya sin idea alguna de pedagogía, y que presuman, incluso, de no guiarse más que por la gramática parda de la clase magistral y el examen. Es como si hubiera médicos alardeando de no tener más conocimiento que el de los cirujanos barberos. Por ello, hay que alegrarse también de que se planteen medidas largamente demandadas, como la de las asignaturas didácticas en los grados, o el refuerzo de la formación práctica, que tendría que ser mucho más seria, guiada por tutores expertos y bien pagados, y realmente decisiva para acceder a la profesión.

En cuanto a lo demás y más importante – la vocación, el carisma, la integridad personal…– no hay grado en que se enseñen ni manera reglada de evaluarlo. Lo primero de ello, la vocación, debería ser la condición para afrontar con éxito las pruebas y demostrar el nivel de excelencia exigible para ejercer la docencia. En cuanto al tipo de carisma – ligado fundamentalmente a la sabiduría – y la integridad personal que caben esperar de un maestro, son dos de las cualidades que definen a los mejores ciudadanos. Ahora bien, ¿cómo atraer a estos a la enseñanza? La retribución importa, pero no es lo esencial. Lo decisivo es la satisfacción en el trabajo, es decir: el poder hacer bien las cosas. Y para ello se precisa una escuela bien dotada, una administración que dé al profesor la máxima autoridad y confianza, unas ratios que favorezcan el trabajo artesanal con cada alumno, y tiempo y facilidades para que el docente progrese, se forme e investigue en su disciplina y en la didáctica de la misma… Parece un sueño, sí. Pero es la única manera de hacer algo realmente decisivo por el sistema educativo. 


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