Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El de la docencia es un oficio apasionante pero duro. Dar
clases es solo la punta del iceberg. Por debajo están las tareas de
coordinación, las tutorías, la atención a los alumnos, la planificación, la
preparación de las sesiones, la elaboración de material, la evaluación, la
formación, la investigación… No hay dinero que pague esto, ni que compense la
enorme responsabilidad que supone guiar y formar cada año a cientos de niños,
adolescentes y jóvenes. Por esto es esencial que aquellos que ejercen la
docencia, sea al nivel que sea (y tan trascendental – ¡o más! – es la educación
infantil como la universitaria), tengan una decidida vocación y sean los
mejores entre los mejores.
¿Pero los mejores en qué? No es fácil definir con precisión
el oficio de uno. Un docente no es solo un experto en la transmisión del saber,
es también un referente cívico y personal para su alumnado y, si me apuran,
para la sociedad entera. Por eso, para ser maestro o profesor no solo cuentan
las aptitudes académicas o las habilidades didácticas; también importan, y
mucho, la vocación, el carisma y la integridad personal, rasgos que, aun siendo
decisivos para explicar los resultados más visibles del trabajo educativo, son
en sí mismos imposibles de medir.
La aptitud académica no debe infravalorarse. No he oído
nunca opinión más estúpida que aquella que afirma que un maestro o un profesor
de secundaria “no tiene que saber demasiado”. Es del todo imposible transmitir
o divulgar con eficacia nada que no se conozca con la mayor profundidad. Da
igual la materia de la que se trate: el docente tiene que ser un experto de primer
nivel en aquello que enseña. Por ello hay que aplaudir la propuesta ministerial
de endurecer el acceso tanto a los grados de educación infantil y primaria como
al máster de educación secundaria. Es lo que hacen otros países que se toman
muy en serio la educación. Y es una pena que esta filosofía no se extienda
también al proceso selectivo de ingreso al cuerpo, para que a la evaluación
cada vez más decisiva de la competencia pedagógica le correspondida una
exigencia mayor en el examen de la capacidad científica. Nadie entiende que se
exija lo que se exige a un ingeniero de telecomunicaciones o a un notario, y no
a quienes han de ocuparse de educar a los ciudadanos.
Otro aspecto a no despreciar es el didáctico. Los maestros y
profesores son pedagogos, por lo que es incomprensible que los haya sin idea
alguna de pedagogía, y que presuman, incluso, de no guiarse más que por la
gramática parda de la clase magistral y el examen. Es como si hubiera médicos
alardeando de no tener más conocimiento que el de los cirujanos barberos. Por
ello, hay que alegrarse también de que se planteen medidas largamente
demandadas, como la de las asignaturas didácticas en los grados, o el refuerzo
de la formación práctica, que tendría que ser mucho más seria, guiada por
tutores expertos y bien pagados, y realmente decisiva para acceder a la
profesión.
En cuanto a lo demás y más importante – la vocación, el
carisma, la integridad personal…– no hay grado en que se enseñen ni manera
reglada de evaluarlo. Lo primero de ello, la vocación, debería ser la condición
para afrontar con éxito las pruebas y demostrar el nivel de excelencia exigible
para ejercer la docencia. En cuanto al tipo de carisma – ligado
fundamentalmente a la sabiduría – y la integridad personal que caben esperar de
un maestro, son dos de las cualidades que definen a los mejores ciudadanos.
Ahora bien, ¿cómo atraer a estos a la enseñanza? La retribución importa, pero
no es lo esencial. Lo decisivo es la satisfacción en el trabajo, es decir: el
poder hacer bien las cosas. Y para ello se precisa una escuela bien dotada, una
administración que dé al profesor la máxima autoridad y confianza, unas ratios
que favorezcan el trabajo artesanal con cada alumno, y tiempo y facilidades
para que el docente progrese, se forme e investigue en su disciplina y en la
didáctica de la misma… Parece un sueño, sí. Pero es la única manera de hacer
algo realmente decisivo por el sistema educativo.
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