Ilustración de Daniel Gil Segura |
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
«¿Qué somos los seres humanos?» Se trata de una pregunta de eterna actualidad. Si no tuviera sentido o respuesta tampoco lo tendrían la mayoría de las cosas que nos preocupan. «¿Quién eres?» – pregunto a cada alumno al comenzar el curso –. Todos responden diciendo su nombre, su condición de estudiantes, si son chicos o chicas… ¿Pero es eso lo que son? Nuestra identidad no está en el nombre, ni en lo que habitualmente hacemos, ni en los rasgos del cuerpo. La cultura, los genes o el género importan. Pero una vez nos ha despuntado la conciencia nuestro ser no está ya ahí. La prueba es que podríamos trastocarlo todo (nombre, lugar, ocupación, sexo, género…) y seguir siendo, de una forma u otra, la misma persona.
Ya sé que no está de moda depreciar el cuerpo, pero lo que somos (y tal vez dejando aparte la sesera) no forma parte de él. Por eso, si queremos saber quién era alguien ya extinto no buscamos examinar su cadáver ni sus huesos, ni su ADN, ni las imágenes de su cerebro, sino entender los signos (palabras, gestos…) que nos dejó su psique grabados aquí o allá. No somos un montón de vísceras, sino aquello que nos pasa por la mente o, si quieren, por ese fabuloso descubrimiento o invención suya que es el cerebro.
Ahora bien, por la mente pasan muchas cosas (sensaciones, emociones, deseos, decisiones, sueños, ideas…). ¿Cuál de ellas determina lo que somos? En general, las ideas mandan. Percibimos, sentimos o queremos en función de las ideas con las que entendemos el mundo, interpretamos lo bien o mal que nos va en la vida o concebimos nuestros mejores propósitos.
Pero las ideas, sean innatas o aprendidas, discurren también en la mente de los animales. ¿Qué nos diferencia entonces de ellos? Una idea que siempre me convenció es que lo que nos hace específicamente humanos es la asociación entre las ideas y una cierta manera de usar el lenguaje. Es innegable que los animales disponen de sistemas de comunicación muy sofisticados, pero solo los humanos podemos utilizar el lenguaje para viajar con él por el tiempo y el espacio, y hasta para explorar mundos distintos al mundo, desde el de las matemáticas al de las ficciones literarias. Con el lenguaje, los humanos podemos hacer cuentas y contar cuentos y, con ellos, dar y darnos cuenta de lo que pasa y lo que somos.
El siglo pasado, el psicólogo evolutivo Jean Piaget investigó el extraño fenómeno por el que los niños, durante cierta fase de su desarrollo, hablan solos o con sus juguetes imitando en ocasiones el diálogo que sostienen con otras personas. Casi al mismo tiempo, el psicólogo soviético Lev S. Vygotsky postuló que los niños, al crecer, interiorizan este uso egocéntrico del habla en la forma de un diálogo íntimo y silencioso consigo mismos. Este machadiano soliloquio sería el origen de la consciencia humana, ese insólito fenómeno por el que nos reconocemos como la primera persona del relato con que vamos dando cuenta de todo; un relato en el que el narrador, el público y el protagonista son el mismo tipo: nosotros.
Ahora bien, para ser quienes somos tal vez no baste una simple narración interna de lo que pasa y nos pasa. Una de las condiciones de la identidad es la continuidad. La frase «yo soy yo» solo significa algo si los dos yoes ahí escritos son en algún sentido el mismo. Esto descarta inmediatamente que nuestra identidad resida en el cuerpo, todas y cada una de cuyas partículas cambian y envejecen a cada instante, pero tambien que se ancle en la mente o la consciencia, donde todo se hace y deshace igualmente en el tiempo. ¿En qué «lugar» de mí mismo mantengo entonces mi mismidad? ¿En qué se fundamenta la creencia de que somos siempre el mismo bañista en el heracliteano río de los días?
En uno de sus fantásticos cuentos describe Michael Ende a una caravana de vagabundos saltimbanquis que caminan confiando en que su errático viaje a ninguna parte dibuje sobre el mundo una palabra que desvele el sentido de sus pasos. Tal vez sea este anhelo lo que nos define. De hecho, y aunque las palabras – esas perras negras, que diría Cortázar – correteen sin parar dentro nuestro, hay algo entre ellas a veces – una forma, una estructura armoniosa y coherente, una «redondez» narrativa y hasta una sublime espiral poética o filosófica – que las hace convertirse en uno de esos luminosos cuentos en los que el sentido trasciende y sobrevive a todo lo que transcurre en ellos. ¿Será esa forma lo que somos?
Somos
el animal que cuenta cuentos. En eso consiste toda nuestra cultura y también
nuestra manera específica de ser conscientes. Pero solo si ese discurrir íntimo
adquiere la unidad y el sentido de las buenas historias, podremos decir que
rozamos esa cima casi imposible de la propia identidad: el alma o forma inmortal
del cuento mismo que nos cuenta.
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