miércoles, 30 de noviembre de 2022

Burocracia y educación

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periodico Extremadura


Ignoro por qué hay en este país una desatada obsesión por lo reglamentario. ¿Será que somos más indisciplinados y el Estado desconfía más de nosotros? ¿Será que pululan cientos, o miles de políticos, administradores y autoridades varias con una vocación desmedida por dejar huella, hacer historia o, simplemente, justificar el sueldo?

Digo esto por el kafkiano laberinto normativo en que se está convirtiendo la aplicación de la nueva ley educativa (la LOMLOE); una ley que vino para librarnos de la infausta LOMCE pero que, al final, está siendo distorsionada de tal manera que va a acabar por ser más reglamentista y controladora aún.

Digo que se está distorsionando porque la LOMLOE no vino al mundo con la intención de imponer talibanamente un modo u otro de enseñar. La idea era más bien la contraria: permitir que los maestros y profesores más innovadores pudieran trabajar bajo un marco legal más ancho y permisivo para que así, y gracias a la eficacia y calidad de sus propuestas, se incitara a otros a subirse al carro.

Es por esto que los precursores de la LOMLOE insistieron desde el principio en la necesaria autonomía de centros y docentes, en la importancia de la vocación y la formación de estos, y en generar una estructura curricular que los liberara de la camisa de fuerza de los contenidos (desarrollados de modo enciclopédico por la ley anterior), señalándoles no más que unas competencias generales, una relación básica, ampliable y flexible de saberes, y una serie igualmente genérica de criterios de evaluación que cada centro, departamento y educador podría afinar para ajustarla a su alumnado, a su particular estilo pedagógico y a la realidad variable de sus aulas...

Pero nada de esto ha ocurrido. Gran parte de las comunidades autónomas han decidido (o eso parece) que dar tanto poder a los agentes educativos reales (los centros y sus maestros y profesores) no podía ser bueno. Por ello, y no sé para demostrar qué, han llenado las leyes de prescripciones y desarrollos absurdos que solo sirven para desanimar a los que quieren cambiar las cosas y multiplicar el rechazo de los que no quieren cambiar nada.

Así, hay comunidades que han multiplicado por dos la extensión de los currículos ministeriales, empeñándose en prescribir a los docentes (no sea que ellos no fueran a caer) cada una de las relaciones que pueden establecerse entre competencias para cada una de las materias, en multiplicar los saberes básicos y los criterios de evaluación, en inventar retóricas e incomprensibles instrucciones, en establecer porcentajes para ponderarlo todo, o en repetir hasta la náusea las mismas invocaciones retóricas a los preceptos y valores de rigor… Todo como si hubiera que demostrar que en tal o cual comunidad se legisla más y mejor que en ningún otro sitio o que, puestos a reformar y a ser innovadores no hay quien los gane...

Hay cosas que, en este afán por ser más papistas que el papa, rozan el surrealismo más absoluto. Un ejemplo son las famosas «situaciones de aprendizaje», un recurso didáctico (entre muchos otros) que no se sabe quién (ni por qué) ha decidido estipular como formato universal de toda actividad en el aula. Otro es el de las «rúbricas» que, de herramienta de uso ocasional, han pasado a constituir una suerte de rito de contabilidad obligatorio. Otro el de la cansina alusión a los “retos y desafíos del siglo XXI”, una relación común (y un tanto desmadejada) de problemas y objetivos socioeducativos, aparecida en unos cuantos artículos pedagógicos, que tuvo que parecerle pasmosa (o suficiente para dar el lustre que se buscaba) a algún gerifalte de los que marcan tendencia en los despachos. De todas estas cosas da igual, además, lo que se sepa (poca gente sabe hacer realmente una situación de aprendizaje o una buena rúbrica); lo importante es que «estén», que se nombren, que aparezcan en los papeles…

Podríamos seguir contabilizando dislates burocráticos, pero esto lo sería aún más. Baste recordar con melancolía que la educación nada tiene que ver con la repetición mecánica de técnicas o mensajes, ni con el registro o la evaluación obsesiva de cada gesto o paso del aprendiz (nadie aprende nada – más que a depender de la aprobación de los demás – sometido constantemente a juicio). Parece que hubiera un miedo atroz a permitir que docentes y alumnos puedan enseñar y aprender en libertad, sin más pauta que un índice elemental de competencias, contenidos y normas. ¿Será ese miedo el que explica nuestra insana afición a reglamentar al milímetro lo que ni puede ni debe serlo? Tal vez. Pero en ese caso lo que toca es aventurarse… Al fin, es mucho más educativo cuestionar las normas que seguirlas ciegamente…


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