miércoles, 9 de noviembre de 2022

Educación, salsa de tomate y cambio climático.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Se celebra estos días en Egipto una nueva cumbre climática mundial. Pero, aunque como escaparate político y mediático tenga su aquel, su utilidad inmediata parece reducirse a negociar cuotas entre países ricos y prometer compensaciones a los más pobres (esto es: a los que menos contaminan, pero sufren con más intensidad los efectos de la contaminación). Acuerdos y compensaciones que, por demás, casi nunca se llevan a cabo y de los que suelen autoexcluirse las naciones que más daño medioambiental provocan.

Mientras tanto, el cambio climático y sus catastróficas secuelas son ya un hecho constatable e imparable. Un hecho ante el que la mayoría, ricos o pobres, no quiere hacer nada que se oponga sustancialmente a sus deseos por mantener o conseguir un desarrollo material que sabemos materialmente inviable, y de cuyo anunciado colapso no nos va a salvar ningún milagro tecnológico. Parece que estuviéramos dispuestos a asumir cualquier riesgo antes que renunciar a cierto nivel de vida. ¡Ya apechugarán otros, o los que vengan detrás!

Los que vienen detrás son jóvenes sin más expectativas de progreso que las del precariado de por vida y 30 o 40 metros cuadrados alquilados a precio de oro en algún suburbio. Jóvenes que, pese a que no van a disfrutar como nosotros del bienestar y de los bienes que nos han procurado decenios de desarrollo insostenible, van a sufrir directamente sus consecuencias en forma de sequías crónicas, escasez energética, crisis alimentarias, migraciones masivas y, probablemente, luchas sin cuartel por los recursos básicos...

Ante esta alarmante e injusta situación algunos de esos jóvenes se dedican a pintarrajear las paredes de los museos más chics o a verter tomate – supongo que orgánico – sobre el cristal de cuadros ridículamente sacralizados (y por los que, por cierto, se pagan cantidades obscenas – también en concepto de seguros – que servirían para pagar con creces lo que debemos a los países afectados por nuestra polución). Pero la delicada y simbólica rebeldía de estos jóvenes activistas es todavía más inoperante y efímera que la de las cumbres climáticas. Para torcer realmente el rumbo (es decir, para mitigar el cambio climático, pues invertirlo es ya imposible) haría falta algo mucho más sustancioso y consistente; algo con que movilizar en la misma dirección y de forma masiva a distintas generaciones. Haría falta, en fin, cierto tipo de educación…

En este sentido, no podemos menos que celebrar que, pese a las críticas que recibe (algunas merecidas), en la nueva ley educativa española se reconozca por vez primera de manera explícita la necesidad de la educación para el desarrollo sostenible y la lucha contra el cambio climático en todas las etapas de la educación formal, desde la Educación Infantil a la Formación Profesional o la Educación para Adultos.

Un reconocimiento este que ha ido, también por vez primera, mucho más allá de los preámbulos y los artículos más genéricos de las leyes para infiltrarse de manera estructural (y no retóricamente transversal) en los currículos de todas las áreas y materias en las que se forma a niños y adolescentes. Así, la comprensión de las causas y efectos del cambio climático o de las relaciones sistémicas entre la economía, la desigualdad y los problemas ecológicos, junto a conceptos como los de biodiversidad, responsabilidad ambiental de las empresas, economía circular, soberanía alimentaria, comercio justo o decrecimiento, habrían de constituir, según la ley, la base para el desarrollo, desde la perspectiva específica de cada materia, de hábitos y actitudes relativas al consumo responsable, el respeto a los animales, la movilidad sostenible, la gestión de residuos y la eclosión, en general, de una conciencia ecosocial mantenida y generalizada.

Y todo ello no solo a través del trabajo con distintas materias o áreas, sino, mucho más importante, desde el enfoque reflexivo y argumentativo que proporcionan asignaturas tan formativamente decisivas como Ética o Filosofía. Qué el alumnado, ya desde primaria (en la novedosa área de Educación en Valores Cívicos y Éticos), se pregunte por el deber ético de cuidar de nuestro entorno y sea capaz de razonar y dialogar en torno a cuáles han de ser nuestras prioridades al respecto, es la garantía de que sobre este tema no hay adoctrinamiento alguno, y de que los valores y actitudes que acabe por adoptar el alumno serán el fruto de su convicción personal, y no de la repetición militante y dogmática de los mensajes al uso.

La educación ética no garantiza, por supuesto, que vayamos a ganar la batalla contra nosotros mismos a la que nos empuja la crisis climática, pero es la mejor herramienta, junto a las leyes (mejor, de hecho, que estas, porque aporta el elemento fundamental de la convicción y el diálogo), para intentarlo…

 

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