Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Todos tenemos un conflicto permanente con
nuestro personaje, esto es, con nuestro yo público, que suele ser también
nuestro yo ideal, aquél que querríamos moralmente ser y que, a falta de serlo,
procuramos aparentar ante el espejo de los otros. Nadie se libra de ese
conflicto entre ser y deber ser, entre la persona real y el personaje que
exhibimos. La energía que esa tensión genera nos empuja, cuando es positiva, a
perfeccionarnos y, cuando es negativa, a esconder lo que no somos capaces de
afrontar.
Un consabido y perverso mecanismo de
defensa con el que ocultar esa hemorrágica contradicción interna entre lo que
decimos y lo que hacemos, es el de exagerar ante los otros nuestra presunta
integridad y fortaleza moral. Y para ello nada mejor que autoerigirnos en sumos
inquisidores, esto es: en indignados moralistas consagrados al azote del pecado
ajeno.
No hay truco más viejo para pasar por
santo (incluso a nuestros propios ojos) que demonizar al prójimo. Mucho más si
el linchamiento es colectivo y uno se erige en sacerdote del sacrificio del
chivo expiatorio de turno. Hay que desconfiar siempre de estos moralistas
furibundos: suelen ser los peores viciosos, tanto que no tiene otra forma de «curarse» de sí mismos que
alimentando un siniestro teatrillo de sombras en el que ellos se alzan
providencialmente como santo fuego purificador.
Caso de confirmarse, el de Errejón es de
justicia poética. Con él, el moralismo impenitente de esa izquierda vigilante y
canceladora, azote del capitalismo y el machismo ajenos, parece irse
definitivamente por el hueco del inodoro; por el del chalé de Galapagar o por
el de los garitos en los que Errejón pillaba cacho en la versión de Mr. Hyde
previa e indignadamente vilipendiada por él mismo. La lección es vieja y clara:
nunca digas de esta agua no has de beber; sobre todo si eres un machote con la
cabeza llena de hormonas disfrazadas de ideología justiciera.
Y lo peor de todo: el recurso al
trastorno psíquico, es decir, a la psicologización del vicio, a la conversión
de la contradicción moral (que todos más o menos llevamos a cuestas) en una
patología que nos exime de hacernos responsables de nada, reduciéndonos a
pacientes sometidos a tratamiento (en lugar de agentes capaces de tratar
críticamente con nosotros mismos). Al final, lo de considerar a Errejón como un
niño grande va a ser algo más que una broma. Un tiránico e inmaduro niño grande
al que hemos prestado un poder inmerecido y del que no solo las mujeres, sino
también y sobre todo los varones hemos de cuidarnos; probablemente porque aún
lo llevamos dentro.
Y cuantos pueden ser como él
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