El próximo 25 de diciembre (según la
adaptación gregoriana del calendario latino, inspirado en el año solar egipcio
y la división babilónica de horas y semanas) celebraremos la venida al mundo de
Jesús, el Hijo de Dios para los cristianos. Ya saben, ese señor que por
influencia irania nos imaginamos barbado y melenudo, y cuya vida y milagros
tanto se parecen a los de una decena de dioses paganos. Tanto es así que se le
hizo nacer el 25 de diciembre para que su natalicio coincidiera con los ritos
solsticiales de la competencia. El resto, como suele decirse, es historia. Una
historia creada a base de cosmopolitismo paulino, filosofía neoplatónica,
estoicismo romano y el trabajo de un «think tank» de judíos
helenizados emperrados en darle forma doctrinaria a las leyendas sobre el
mesías de Galilea…
Pues bien, no pierdan comba, porque a
todo este fabuloso invento del Belén y la Nochebuena vamos a sumarle, durante
los próximos días, las reuniones en torno al «árbol de navidad» (rito
importado del mundo anglosajón, como Halloween o el Black Friday), los
atracones de turrón de Jijona (legado por los árabes), o el jugar
compulsivamente a la lotería (invento de los mismos chinos en cuyos bazares nos
proveemos hoy de todos los perifollos navideños).
Por si esto fuera poco, tras la horterada
televisiva del Año Nuevo y el correspondiente y afrancesado cotillón, nos
dedicaremos a esperar que tres reyes magos orientales (uno blanco, otro
asiático y otro africano, según la tradición medieval; aunque en América
sumaron uno inca) nos cubran de regalos comprados en Amazon. Eso si antes no
nos ha visitado también Papa Noel (o Santa Claus), un obispo griego nacido en
Turquía, posteriormente ascendido a dios vikingo, al que los norteamericanos
convirtieron en icono popular a finales del XIX.
No sé si me estoy explicando, pero miren
que no hay una sola tradición humana (navideña o no) que no sea fruto del
mestizaje cultural. ¡Y que tras todo esto que cuento (en esta hermosa lengua
nacida del latín y bellamente contaminada, como todas, por cientos de lenguas
más) vengan los de Vox a salvar las tradiciones patrias de la influencia
extranjera – especialmente de la de sus abuelos los moros –! Es para mear y no
echar gota. O lo sería si no fuera porque sus proclamas de barra de bar se
parecen demasiado a la demagogia incendiaria responsable de deportaciones,
pogromos, matanzas y genocidios por todo lo ancho y largo del planeta. Piensen
en ello, por favor, antes de reírles las gracias en las urnas.
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