Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura
Vivimos rodeados de imágenes. La cultura habla, cada vez más, en el lenguaje de las imágenes. Pero lo que en otras épocas podía entenderse como una necesidad (casi nadie sabía leer y escribir) hoy se toma como una virtud. Una imagen vale más que mil palabras, dicen. Aunque sea justo al revés: cualquier palabra comprende infinitas imágenes posibles; y no hay imagen que alcance, ni de lejos, la riqueza semántica de los conceptos más abstractos y necesarios (verdad, libertad, justicia...).
Una prueba de la futilidad de las
imágenes es su caducidad. Cada día, los medios compiten por
ofrecernos imágenes impactantes cuyo efecto es tan inmediato como
volátil. Remueven unos segundos la conciencia, y después se
olvidan. Las imágenes son la comida rápida de la
información.
Pienso en las cientos de imágenes
terribles de los refugiados sirios, y de otras muchas situaciones
humanas que nos exigen una respuesta moral. La mayoría de esas
imágenes son conmovedoras. Pero la emoción no basta para cambiar
las cosas. La emoción es una manera enérgica de juzgar o
valorar, pero tan pasajera e inconsistente como las imágenes.
Imágenes y emociones son el modo superficial y primario (en
todos los sentidos) con que, por desgracia, nos comunicamos, cada vez
con más frecuencia, con el entorno.
Algunas de esas imágenes, las mejores,
las más “artísticas”, pueden dar algo más que espectáculo
impactante y fugaz: generan impresiones más perdurables, inquietud,
reflexión, diálogo, ideas– ideas que son, en última instancia,
las que mueven a la acción individual y colectiva –. Pero eso
exige leer e interpretar esas
imágenes (y educar a la mayoría de la gente en ello – para algo
existen la semiótica, o la estética – ). Sin esa actitud
hermeneútica, la
imagen no genera, a lo sumo, más que un difuso estado emotivo y, a
la larga, insensibilidad y hartazgo.
Junto
a la catarata diaria e irreflexiva de imágenes, la otra forma
popular de representar conflictos como el de los refugiados sirios,
son los discursos.
Hasta los mejor intencionados suelen ser vacuos e inútiles. La
mayoría están repletos de moralina barata. Otros, más sesudos,
claman, por la obligación legal de los estados, o por la falta de
voluntad de los malvados políticos. Muy pocos se atreven a rozar el
verdadero problema moral que
late tras este (y tras casi todo) conflicto humano.
Porque
no se trata solo de sensibilizar, ni de inspirar compasión, ni de
instituir o cumplir leyes, ni de presionar a los políticos. Todas
esas cosas – sensibilidad, compasión, acción política... –
tienen que ser, antes que nada, legítimas o justas. ¿Y lo son? La
verdad es que la mayoría de los ciudadanos europeos no
parece tener del todo claro que haya que tratar a los refugiados
sirios (o a cualesquiera otros) como a iguales –
como tratarías a tu hijo o, al menos, a tu vecino –. ¿Qué nos
obliga a ayudar a estos pobres diablos que huyen de la guerra y la
miseria? – gritan algunos (y piensan otros, sin atreverse a
confesar sus dudas) – ¿Qué
responsabilidad tenemos con respecto a ellos?
No
vale decir que la tenemos y punto. O que se lo debemos, porque somos,
en todo o en parte, responsables de sus guerras y su hambre. ¿Por
qué habríamos de pagar esa presunta deuda? ¿Por qué hemos de
ayudar, en suma, a aquellos de los que no vamos a obtener nada y cuya
vida nos resulta, en principio, tan ajena?
Esta
pregunta no la puede contestar ninguna imagen o emoción. Ni ningún
discurso al uso. Ni el sentido común. Ni ninguna ciencia o saber
positivo. Tan solo la
religión o la filosofía podrían, seguramente, ayudarnos; aunque la
primera de manera dogmática, y la otra en grado, siempre, de
tentativa. En cualquier
caso, esa es la pregunta cuya respuesta
podría cambiar realmente nuestra actitud ante este (y ante cualquier
otro) problema. Las fotos y los discursos no valen de nada si, al
menos, no provocan o invocan esta pregunta. En otro caso apenas
sirven como una suerte de catarsis, como un ejercicio de buena
conciencia – incluso frenético – para volver al sofá a dormitar
– o para evitar meditar en él --.
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