Este artículo fue publicado originalmente por el autor en el diario.es Extremadura
Hace unos días, y a
iniciativa de Podemos Extremadura, se convocó una reunión con
representantes de la comunidad educativa de nuestra región con
objeto de constituir una Mesa por la Educación. Aunque no
estaban todos los que son (esperemos que se vayan incorporando), si
que eran todos los que estaban: sindicatos, plataformas de docentes,
de orientadores y trabajadores sociales y asociaciones pedagógicas.
El objetivo de dicha Mesa es el de construir entre todos una
propuesta solvente acerca del sistema y la ley educativa que
queremos. Una propuesta que tenga peso político y que contribuya,
junto a las que se propongan desde otras comunidades, a articular una
ley nacional de educación que sea fruto del acuerdo de todos y que
perdure en el tiempo.
Hay que empezar por
asumir que alcanzar un acuerdo en materia educativa, o, cuando menos,
contribuir a lograrlo, es una tarea muy difícil, como todo lo que,
por otra parte, merece la pena. Quizás facilite la tarea comenzar
por reflexionar sobre lo siguiente.
1. La educación es
un asunto esencialmente político. Hay muchas maneras de concebir
y planificar la educación, tantas, al menos, como modelos de
sociedad. Por eso, decidirnos por un sistema u otro supone adoptar
una determinada postura política. Los que pretenden que la educación
“debe despolitizarse” quieren decir, en el mejor de los sentidos,
que esta no debe convertirse en un arma arrojadiza en la lucha por el
poder y, en el peor, que entienden su modelo educativo como el
más “natural”, por lo que no cabría – según ellos – ningún
debate político en torno al mismo. Dado que, en fin, el asunto de la
educación es neta y fundamentalmente político (y no solo de la
“comunidad educativa”, como si esta viviera en una isla
ajena a los vaivenes políticos) el consenso en educación ha de ser
parte del consenso político.
2. Cualquier
consenso político requiere lucidez y honestidad. Más allá de
habilidades negociadoras, o de la consabida dialéctica entre medios
y fines, cualquier consenso político requiere lucidez para
reconocer que el otro también
existe (y que sus principios no son menos irrenunciables
que los nuestros), y honestidad
para buscar un acuerdo justo
que, en tanto no sepamos convencernos unos a otros, supondrá
cesiones y el abandono de posturas unilaterales y extremas que,
claramente, no comparten la mayoría de los ciudadanos.
3. Conviene rechazar
todo
extremismo. Nadie más
que yo abomina de la “pedagogía
castiza”.
Pero no puedo ni debo imponer mi
modelo educativo a
nadie (justo en eso consiste
la pedagogía que defiendo). Muchas de las propuestas de la pedagogía
más progresistas no se dejan asumir por la mayoría, son
inconsistentes, disparatadas, o contienen un sesgo ideológico
demasiado fuerte. Es inconsistente (por ejemplo) querer expulsar el
dogmatismo religioso de la escuela y, a la vez, promover doctrinas de
corte pseudocientífico que despiertan tanto rechazo, o furor
popular, como la propia religión (la inteligencia
emocional o el psicoanálisis
se proponían – por ejemplo – como parte de la formación
obligatoria en el programa electoral de Podemos ). “Superar
la división de las disciplinas y saberes tradicionales para
integrarlos bajo áreas de conocimiento global” es
un propósito estimable, pero los filósofos llevan 2500 años
intentándolo y aún no acaban de verlo claro. La educación
por proyectos o la
ecología parecen útiles y
necesarios, pero no son panaceas ni dogmas incuestionables. Etcétera.
Cuando nos jugamos la educación de todos hemos de ser serios y
comedidos. Un consenso exige gente lúcida, no nuevos iluminados.
4. Hay que hablar,
también, de lo más fundamental.
Un error habitual en las discusiones es rehuir los problemas de
fondo. Los interlocutores creen que afrontarlos haría aún más
difícil el diálogo. Pero a menudo es al revés. Muchas
controversias se enquistan justo por no tratar los asuntos en los que
radican, y se resuelven cuando estos asuntos se sacan a la luz
(aunque no siempre es fácil descubrirlos). Si uno lee las propuestas
educativas de uno y otro signo descubre que, en el fondo de cada una
hay distintas concepciones antropológicas, morales, políticas y
hasta metafísicas. Sin embargo, no es para nada imposible que tales
concepciones entren en un diálogo constructivo (por ejemplo: tanto
los defensores de la presencia de la religión en la escuela, como
los más laicistas, hablan de atender al aspecto espiritual
de los alumnos, concepto que tiene raíces tanto religiosas como
filosóficas). Hay que discutir también, sin miedo alguno, sobre qué
es necesario y qué es
accesorio en la educación de
las personas. Considerar este asunto un tabú indiscutible, o
escurrirse de él con el “todo es igual de importante”,
no es un buen punto de partida.
5. Hay que cultivar
la paciencia. Creo que
uno de los mayores defectos de la izquierda en este país es la
impaciencia, el ahora o
nunca. ¿Por qué? Los cambios que proponemos son tan radicales que
exigen tiempo, diálogo y convicción. Imponerlos a la fuerza y de
golpe solo provocaría la inevitable reacción y, en el contexto en
el que hablamos, otra
nueva Ley educativa de –iluminados del – signo opuesto en el
horizonte.
Creo,
en fin, que somos los profesionales de la educación los que, antes
que nadie, debemos dar ejemplo de ese espíritu paciente, profundo,
lúcido, honesto y dialéctico que requiere el perfil de todo buen
político, es decir, de todo buen ciudadano. Más aún, de aquel que
tiene la enorme responsabilidad de ser maestro de los demás.
Felicidades, y mis mejores deseos, para los promotores y
participantes en la Mesa por la Educación en Extremadura.
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