Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura
La prostitución es una actividad que
casi siempre ejercen y padecen las mujeres más vulnerables de la
sociedad, y es una lacra terrible que, en muchas ocasiones, acaba
moral, psicológica y hasta físicamente con ellas. La inmensa
mayoría de las mujeres que se prostituyen lo hacen obligadas por la
fuerza o acuciadas por la necesidad, y en casi todos los casos son
explotadas, violentadas y humilladas por mafias, proxenetas y
clientes. ¿Qué se puede hacer? ¿Prohibirla tajantemente y
perseguir con todo el peso de la ley a aquellos que la fomentan y
demandan? ¿O legalizarla del todo, para dotarla, al menos, de las
condiciones de seguridad y protección social de cualquier otra
actividad laboral? En torno a esta cuestión hay un viejo y
complejo debate que no vamos a reproducir ahora. Hay un aspecto, sin
embargo, que me parece que se descuida: el del daño moral que se
causa a la persona que se prostituye cuando se denigra más de lo que
es razonable la actividad que se ve forzada a ejercer. Me parece
que el juicio moral (casi siempre superficial y cargado de prejuicios
– de uno u otro signo – ) que suele hacerse del ejercicio de la
prostitución es una de las causas del frecuente deterioro
psicológico y personal de las mujeres que se ganan la vida con el
negocio del sexo. Y no sería mal propósito librarlas, cuando menos,
de esta injusta carga.
La prostitución puede ser una
actividad indigna, como lo es, sin duda, cualquiera en la que se
mercadee con aquello que constituye nuestra humanidad, o nuestra
identidad como personas. Pero justo por eso, y salvo por el tabú que
rodea a todo lo sexual, no veo que la prostitución tenga que ser más
indigna que otras actividades “laborales” en que también se
compran y se venden determinados atributos o capacidades humanas,
sean físicas, psicológicas o de cariz más espiritual. Hasta
ahora nadie ha sabido explicarme – por ejemplo – por qué razón
ha de resultar moralmente
reprochable vender o alquilar el cuerpo cuando
lo hace la prostituta y no cuando lo hacen la
masajista, el minero o el descargador de muelle. Si hacemos
abstracción de las terribles condiciones en que se ejerce
habitualmente la prostitución, no creo que haya – racionalmente
hablando – ninguna diferencia moral entre vender el uso de
las manos y el de los genitales. La distinción es cultural, mítica,
incluso religiosa. Solo bajo la influencia de creencias
profundamente irracionales podemos llegar a creer que las personas (y
en especial las mujeres) guardan la dignidad entre las
piernas más que en las manos (que, por cierto, nos
distinguen mucho más específicamente de los animales que ningún
órgano sexual) o en cualquier otra parte de sí mismas. Estas
creencias permanecen vigentes hoy: nadie culpabiliza a nadie por
“vivir de sus manos”, pero sí por “vivir de sus genitales”.
Este prejuicio moral, repito, va más allá de las condiciones
deplorables de esclavitud en que operan normalmente las prostitutas.
En el hipotético caso de que una mujer eligiera ejercer la
prostitución de forma voluntaria y en las mejores condiciones
imaginables (como, quizás, algunas prostitutas de lujo), la gente
seguiría denostándola por comerciar con esa dimensión “tabú”
del cuerpo, a la vez que seguiría admirando a los rudos mineros o a
los deportistas de élite, como si estos no vivieran, también, del
comercio con sus cuerpos.
El que a mucha gente le parezca
indigno prestar un “servicio sexual” (lo cual, ciertamente, es
indigno), pero no cualquier otro que implique la compraventa de los
atributos y habilidades humanas parece un tanto inexplicable.
¿Por qué es presuntamente digno vender tus servicios como
asesora bursátil, psicóloga, actriz o masajista...y no como
prostituta? Hace unos años leí que en algún lugar de
Alemania el Estado contrató a unas “trabajadoras del sexo” para
que prestaran sus servicios a individuos que, debido a sus
discapacidades (eran deficientes psíquicos), carecían de una vida
sexual satisfactoria. Algunas de estas personas, al decir del
personal que las atendía, mejoraron su salud y sus condiciones de
vida. Pero al poco tiempo, y por razones "morales", la
medida se suprimió: despidieron a las prostitutas. Aunque
mantuvieron a las masajistas. ¿Por qué? ¿Qué diferencia esencial
hay entre lo que hacían unas y otras? ¿Por qué es más indigno –
de nuevo – vivir de tus manos que de tus órganos
sexuales?
La mayoría de la gente que saluda
respetuosamente a alguien por ser abogado, artista, profesor, etc.,
desprecia a la vez a quien ejerce la prostitución (incluso aunque la
prostituta sea elegante y gane mucho dinero). Y sin embargo, y
puestos a medir la dignidad o indignidad de estos oficios o
actividades, la diferencia puede ser abismal... a favor de la
prostituta. Al fin y al cabo, ella solo vende su cuerpo, mientras que
lo que los otros venden es su talento al mejor postor. ¿O
no es un tipo de prostitución infinitamente más deplorable la del
abogado que pone su habilidad al servicio de un capo de la mafia, o
la del artista que se vende a los dictados del mercado, o la del
profesor que enseña aquello en lo que no cree? Por no hablar del
político que vive de vender su carisma y sus habilidades sofísticas
a los poderosos que lo encumbran.
No. El oficio más antiguo del mundo no
es el más indigno de todos. Ni mucho menos hace indigna a la persona
que se ve forzada a ejercerlo. Los hay muchísimo peores. Los
hay tan sumamente indignos que en ellos, sin ser obligados por
miseria o violencia alguna, los hombres se venden íntegramente en
cuerpo y alma. Y el alma – recuerden – es lo único que
aprecia ese supremo putero que es el diablo.
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