Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Dicen que los inocentes (los niños,
los nativos de culturas ancestrales, los sencillos hombres del campo)
son buenos hasta que los pervertimos, colonizamos y corrompemos los
malvados civilizados. Ya lo cuenta el Génesis: el ser humano es
bueno hasta que, queriendo saber más de la cuenta (probando el fruto
del árbol del conocimiento), rompe el equilibrio ecológico del
paraíso y hace aparecer el mal en el mundo. Por eso, la bondad les
parece a muchos un asunto del corazón, y no del entendimiento. Y
algo de (o mucho, o casi nada más que) eso hay en la defensa de
algunas propuestas políticas. Como la del decrecimiento.
El decrecimiento es un movimiento
político que cuestiona el objetivo de la economía clásica (el
crecimiento económico ilimitado, al que culpa de los problemas
ecológicos y las desigualdades sociales) y que aboga por la
disminución paulatina de la producción y el consumo, afirmando que
la gente puede vivir mejor con menos, en la línea de una “economía
budista”, que decía Schumacher. Los partidarios del decrecimiento
proponen un modelo económico en que la autosuficiencia, el consumo
de productos locales y duraderos, y, en general, la adopción de un
modo de vida más austero, son principios fundamentales.
El decrecimiento parece una doctrina
encomiable y necesaria, y de la que quizás urja convencer a mucha
gente en un futuro próximo. ¿Pero cómo? Es obvio que para eso
necesitamos argumentos filosóficos, de naturaleza moral, política y
hasta metafísica. Digo filosóficos, y no científicos, porque no
existen criterios científicos para legitimar teorías políticas (si
así fuera dejaríamos a los científicos hacer las leyes y formar
gobiernos).
Buscando esos argumentos asistí hace
unos días a unas conferencias en pro del decrecimiento organizadas
aquí en Mérida. El resultado fue un tanto decepcionante. La primera
de las ponentes (pese a ser filósofa de formación) no ofreció casi
ningún razonamiento ético. Daba por sentado el presunto derecho de
la naturaleza a no ser esquilmada, y el no menos presunto derecho de
las próximas generaciones a vivir en un planeta viable. La bondad de
tales cosas se suponía evidente. O se confiaba a criterios emotivos.
¿Cómo no vamos a sentirnos responsables de la suerte de nuestros
descendientes? Tanta alergia debían de darle los argumentos éticos
que la ponente se empeño en comparar el advenimiento del
decrecimiento con el de un nuevo paradigma científico, como si el
“progreso moral” dependiera de datos y anomalías empíricas, tal
como el de la ciencia. O emociones o datos, parecía decir. La
cosa, por lo que se ve, era no pensar.
Otro de los ponentes, Antonio Turiel,
un prestigioso científico del CSIC, tras describir de forma
magnífica los probables efectos del consumo desaforado de los
recursos energéticos, también fundaba en emociones (en el miedo
al colapso energético y económico) su apuesta moral por el
decrecimiento. Tras su conferencia busqué y leí una novela
divulgativa que tiene escrita sobre el tema. Su protagonista es un
científico que salva al mundo gracias a su buen corazón, racionando
a la gente la energía que solo él sabe producir mientras la educa
en la contención y la responsabilidad.
Lo que ni Turiel ni ningún
decrecionista justificaba allí es por qué debemos ser
contenidos y responsables, ni por qué hay que conservar nada, o por
qué han de importarnos un pimiento las futuras generaciones.
Emociones y datos acaso sean condiciones necesarias para responder
estas preguntas, pero no son suficientes. El decrecimiento como
elección (no como imposición) política no debería depender de
gráficos apocalípticos (por muy certeros que sean), ni de una
infundada empatia universal. Los buenos no lo son por estar bien
informados, ni por tener buen corazón, sino por conocer con certeza
lo que somos y nos conviene. Y en conocer, o creer conocer eso, se
fundan los argumentos morales. Tal vez sea un alarde de optimismo
antropológico, pero creo que si algo tiene que crecer para que
decrezca la fiebre productiva y consumista, y la estupidez moral que
la provoca, es el nivel racional de la reflexión acerca de lo que es
realmente bueno y justo para todos.
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