Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hace meses se publicó el resultado de
un curioso experimento. Consistía en exponer a una población de
colonos israelíes a una campaña de mensajes en los que
aparentemente se defendía la política agresiva de ocupación
(asumida por casi todos ellos) pero en los que esta era llevada hasta
la paradoja y el absurdo. Se difundían mensajes tales como: “para
tener justicia, probablemente necesitamos el conflicto”; “si
queremos seguir siendo héroes es imprescindible la guerra”, etc.
Después de la campaña estos colonos moderaron significativamente su
posición política y manifestaron interés por medidas de
conciliación, mientras que en las poblaciones vecinas, también de
colonos ultraortodoxos, y que no habían sido sometidas a la campaña,
se mantenía un apoyo firme a la política de ocupación.
Lo que estos científicos demostraron
era algo tan antiguo como el método socrático. Como saben,
Sócrates se dedicaba a examinar las ideas de los atenienses
sometiéndolos a un interrogatorio tal que estos acababan delatando
lo absurdo y patético de sus creencias, incluso de las más
fundamentales, lo que les abocaba a un cambio de vida – ¡algunos
hasta lo dejaban todo para seguir al maestro! –.
¿Por qué era y es tan efectivo el
método socrático para cambiar a las personas? La razón es simple:
son las ideas las que mueven a los hombres, mucho más
profundamente que los genes, la historia, la economía o la política
juntas. Al fin y al cabo, ¿qué son la genética o la
historia (por no hablar del historicismo o el naturalismo)
sino constructos teóricos – exactamente igual que los
“hechos” en los que se fundan – ? ¿O en qué reside la
importancia de la economía sino en la idea generalizada de lo
importante que es? ¿O qué es, acaso, la política, sino el catálogo
de ideas acerca de cómo conciliar nuestros distintos
intereses – según la idea que tengamos, claro está, de qué
sea lo interesante – ?
Si las ideas son el motor de nuestras
acciones (de las anodinas o de las más graves – como violentar a
alguien, iniciar guerras o votar a los mismos que pisotean tus
derechos – ), la única manera de cambiar nuestra conducta es
cambiar nuestras ideas. Y lo primero es percatarnos de lo infames que
son las que tenemos. Sócrates mostraba a los atenienses lo absurdas
que eran sus creencias y los colocaba, así, en la tesitura de tener
que buscar otras mejores. Justo lo mismo que hicieron los científicos
en el experimento con los colonos.
Una de las ideas más fundamentales que
nos enseñó Sócrates es que el mal es cosa de tontos. No hay
malvados, decía, sino personas con ideas erróneas acerca de lo
bueno. Nadie en su sano juicio haría lo peor a sabiendas.
Hasta el más pérfido de los seres (el terrorista, el violador de
niños, el tuitero de lengua maligna) hace lo que cree que es mejor
(incluyendo la creencia de que es mucho mejor supeditar el interés
de los demás al suyo propio). El mismo Hitler estaba convencido de
que hacía el mayor de los bienes a la humanidad al liberarla de los
judíos. Otro asunto es que su creencia fuera errónea. No hay nada
más peligroso que un tonto.
El tonto más dañino es el que ni
siquiera sabe que lo es. Su variedad más conocida es el fanático.
Armado con un evangelio (sea el de Jesús, el del Volksgeist,
o el de la libertad de mercado) es casi invencible. Otro tipo de
tonto es el que, al menos, lo sabe (y, justo por ello, empieza a
dejar de serlo). “Solo sé que no sé nada”, decía Sócrates. Es
un comienzo. El filósofo – ese sabio tonto – es el que se
deshace del evangelio y la metralleta para buscar las ideas que sabe
que le faltan.
Para cambiar el mundo hay que cambiar a
la gente. Y para cambiarlas hay que mostrarles, primero, que las
creencias que tienen no son ni sagradas ni certeras – sino
profanables e ilusorias –. Una vez así de desnudos tendrán
vergüenza, o les dará la risa, y se dispondrán a conversar y a
aprender. En este diálogo consiste la educación. Fíjense que
sencillo. La verdad es que con un buen ejército de filósofos
socráticos recorriendo el mundo no habría conflicto que se
resistiera, ni fanático que no comenzara a hacerse preguntas. Si no
se lo creen, hagan el experimento.
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