Uno de los efectos más anunciados de la crisis del
coronavirus es el del fortalecimiento del modelo hobbesiano de Estado;
esto es, de aquel que, en nombre de la seguridad, encuentra legítimo prescindir
de derechos y libertades individuales. Así, con el pretexto de una situación de
emergencia fácilmente perpetuable (en la que el enemigo orwelliano es
ahora un virus recurrente y el valor inapelable el de la salud pública – tan
sacrosanto como antaño la salvación de las almas o el sacrificio por la patria
–), al ya exhaustivo registro digital de datos, hábitos y opiniones, se unirían
la censura informativa, los límites a la libertad de expresión o la vigilancia
electrónica de todos nuestros movimientos.
Ahora bien, aunque una sustanciosa cantidad de filósofos y
politólogos (Agamben, Gray, Han…) coinciden con la visión que acabo de exponer,
no todos inciden en el elemento capital de esta modulación totalitaria del
Estado: el consentimiento a la misma por parte de la ciudadanía. La
nimia explicación que suele darse a este hecho es que la gente antepone las
pasiones a la razón: el deseo de seguridad y pertenencia al principio
racional de autonomía individual en que parecen fundarse nuestros modernos
modelos éticos y políticos.
Pero esta explicación, digo, es insuficiente. No solo porque
en ella se asuma una suerte de psicologismo falso (la gente no actúa
directamente por emociones o deseos, sino por el valor de objetividad que
atribuye a las creencias que los determinan), sino también porque tiende a
confundir dos concepciones distintas de lo que sea la “autonomía individual”... Para leer el resto de este artículo, originalmente publicado en El Periódico Extremadura, pulsar aquí.
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