viernes, 10 de abril de 2020

¿Quién debe morir?


 Se trata de un viejo y endiablado dilema ético. ¿Qué hacemos cuando, por falta de recursos, capacidad, tiempo u otros factores, no es posible salvar a ciertas personas sino al precio de sacrificar a otras? ¿Qué debemos hacer cuando hay más enfermos graves que respiradores, más personas necesitadas de trasplante que órganos disponibles, más náufragos ahogándose que flotadores o espacio en el bote de salvamento...?  ¿Cómo decidimos en todos esos casos quién vive y quién muere?

El dilema resulta tan doloroso que, incluso en el contexto de una simple discusión teórica, muchas personas se inhiben o acuden a argucias infantiles para evitarlo. Así, se invocan supuestos criterios técnicos, como si un problema moral (y político) se pudiera salvar mediante protocolos profesionales o el concurso de expertos; o, más puerilmente aún, se invoca a la suerte, o al “orden de llegada”, como si la justicia pudiera impartirse con un dado, o decidir que decidan la suerte o la casualidad nos eximiera de responsabilidad alguna.

¿Qué hacer entonces? Algunos, imbuidos de una moral kantiana, arguyen que dejar morir a una persona inocente es siempre y en toda circunstancia un crimen execrable. Los principios morales merecen – según ellos – un respeto absoluto, incondicional, sean cuales sean las consecuencias que devengan de su aplicación (justo en esto consiste – dicen – actuar moralmente). Dicho de otro modo: el fin nunca justifica los medios; menos aún si el “medio” es un ser humano. ¿Que esto supone que mueran más personas? Como si morimos todos. La dignidad y la justicia están por encima de todo.

La mayoría de las personas no acepta hoy planteamientos como el anterior. ¿Cómo no va a medirse la bondad o la justicia de una acción en virtud de sus consecuencias? Priman las éticas “utilitaristas”, para las que la moralidad de un acto depende de que su “coste” en dolor no sea mayor que sus presumibles “beneficios” en términos de bienestar para la mayoría. Así, si sacrificar a enfermos con esperanza de vida X (o a X personas) resulta la única manera de salvar a enfermos con esperanza de vida X+1 (o a X+1 personas), deberíamos proceder – por doloroso que sea – a ese sacrificio. Para el utilitarismo ético el fin sí que justifica (en ciertos casos) los medios; especialmente si el fin es salvaguardar la vida del mayor número (dos valores morales estos – el de la vida y el del mayor número – que, paradójicamente, se asumen hoy como anteriores a la moralidad misma).

Ahora bien, las éticas utilitaristas generan multitud de problemas (diríamos – en términos utilitaristas – que tal vez más problemas de los que resuelven). El primero y fundamental es el de cómo someter a cálculo cosas como el valor de una vida humana. ¿Valen en esto criterios puramente cuantitativos (edad, esperanza de vida)? ¿O deberíamos acudir a criterios cualitativos (la capacidad para disfrutar, lo que aporta socialmente una persona…)? ¿No podría suponer más beneficio para todos salvar a un científico competente – un gran oncólogo, por ejemplo –, o a un artista genial, aunque fueran ya viejos, que a un joven burócrata sin aspiraciones? Son ejemplos muy provocativos, pero que sirven para descabalar la idea-tabú de que todas las vidas humanas son, en todos los sentidos, igualmente valiosas – algo que no concuerda con el hecho de que la mayoría valore más la vida de sus parientes, amigos o compatriotas (por no hablar de la suya propia) que la de los extraños, la de los “buenos” que la de los “malvados”, la de los que tienen “derecho” a asistencia sanitaria que la de los que no, etc. – .

Otro problema-tipo del utilitarismo deviene de la dificultad de calcular las consecuencias a largo plazo de nuestras decisiones. Pensemos, por ejemplo, que la normalización en el uso de criterios utilitaristas en hospitales condujera a la administración a despreocuparse de aumentar los recursos sanitarios; esto, en términos propiamente utilitaristas, supondría un mal mayor a más largo plazo. ¿Entonces?

Los expuestos no son los únicos problemas morales y teorías éticas que implican y competen a este tipo de dilemas, pero sí algunos de los principales. ¿Nos atrevemos a pensarlos?   

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura  y también en El Día de Tenerife

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