Se trata de un viejo y endiablado dilema ético. ¿Qué hacemos
cuando, por falta de recursos, capacidad, tiempo u otros factores, no es
posible salvar a ciertas personas sino al precio de sacrificar a otras? ¿Qué
debemos hacer cuando hay más enfermos graves que respiradores, más personas
necesitadas de trasplante que órganos disponibles, más náufragos ahogándose que
flotadores o espacio en el bote de salvamento...? ¿Cómo decidimos en todos esos casos quién
vive y quién muere?
El dilema resulta tan doloroso que, incluso en el contexto
de una simple discusión teórica, muchas personas se inhiben o acuden a argucias
infantiles para evitarlo. Así, se invocan supuestos criterios técnicos, como si
un problema moral (y político) se pudiera salvar mediante protocolos
profesionales o el concurso de expertos; o, más puerilmente aún, se invoca a la
suerte, o al “orden de llegada”, como si la justicia pudiera impartirse con un
dado, o decidir que decidan la suerte o la casualidad nos eximiera de responsabilidad
alguna.
¿Qué hacer entonces? Algunos, imbuidos de una moral
kantiana, arguyen que dejar morir a una persona inocente es siempre y en toda
circunstancia un crimen execrable. Los principios morales merecen – según ellos
– un respeto absoluto, incondicional, sean cuales sean las consecuencias que
devengan de su aplicación (justo en esto consiste – dicen – actuar moralmente).
Dicho de otro modo: el fin nunca justifica los medios; menos aún si el “medio”
es un ser humano. ¿Que esto supone que mueran más personas? Como si morimos
todos. La dignidad y la justicia están por encima de todo.
La mayoría de las personas no acepta hoy planteamientos como
el anterior. ¿Cómo no va a medirse la bondad o la justicia de una acción en
virtud de sus consecuencias? Priman las éticas “utilitaristas”, para las que la
moralidad de un acto depende de que su “coste” en dolor no sea mayor que sus
presumibles “beneficios” en términos de bienestar para la mayoría. Así, si
sacrificar a enfermos con esperanza de vida X (o a X personas) resulta la única
manera de salvar a enfermos con esperanza de vida X+1 (o a X+1 personas),
deberíamos proceder – por doloroso que sea – a ese sacrificio. Para el
utilitarismo ético el fin sí que justifica (en ciertos casos) los medios;
especialmente si el fin es salvaguardar la vida del mayor número (dos valores
morales estos – el de la vida y el del mayor número – que, paradójicamente, se
asumen hoy como anteriores a la moralidad misma).
Ahora bien, las éticas utilitaristas generan multitud de
problemas (diríamos – en términos utilitaristas – que tal vez más problemas de
los que resuelven). El primero y fundamental es el de cómo someter a cálculo
cosas como el valor de una vida humana. ¿Valen en esto criterios puramente
cuantitativos (edad, esperanza de vida)? ¿O deberíamos acudir a criterios
cualitativos (la capacidad para disfrutar, lo que aporta socialmente una
persona…)? ¿No podría suponer más beneficio para todos salvar a un científico
competente – un gran oncólogo, por ejemplo –, o a un artista genial, aunque
fueran ya viejos, que a un joven burócrata sin aspiraciones? Son ejemplos muy
provocativos, pero que sirven para descabalar la idea-tabú de que todas las
vidas humanas son, en todos los sentidos, igualmente valiosas – algo que no concuerda
con el hecho de que la mayoría valore más la vida de sus parientes, amigos o
compatriotas (por no hablar de la suya propia) que la de los extraños, la de
los “buenos” que la de los “malvados”, la de los que tienen “derecho” a
asistencia sanitaria que la de los que no, etc. – .
Otro problema-tipo del utilitarismo deviene de la dificultad
de calcular las consecuencias a largo plazo de nuestras decisiones. Pensemos,
por ejemplo, que la normalización en el uso de criterios utilitaristas en
hospitales condujera a la administración a despreocuparse de aumentar los
recursos sanitarios; esto, en términos propiamente utilitaristas, supondría un
mal mayor a más largo plazo. ¿Entonces?
Los expuestos no son los únicos problemas morales y teorías
éticas que implican y competen a este tipo de dilemas, pero sí algunos de los
principales. ¿Nos atrevemos a pensarlos?
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