Entre muchos otros maravillosos, tengo dos recuerdos
desagradables de mis comienzos como profesor de secundaria, hace ya veinte
años, lo cual no es nada, o casi (y no solo porque lo diga el tango).
El primero tiene que ver con los libros de texto, algo que,
fiel al dicho de que cada maestrillo tiene los suyos, nunca me dio por usar con
los alumnos (aunque los hay excelentes y los suelo recomendar como material de
consulta). Por aquel entonces, sin embargo, era norma no escrita el obligar a
comprarlos y usarlos. Se establecían cada pocos años, y al olor del negocio
(que no era poco) acudían decenas de comerciales a engatusar a los jefes de
departamento con sus propuestas. Me dio tanta rabia que me obligaran a usar uno
de ellos, mediocre, además, como pocos, y sin la más mínima justificación
didáctica al respecto – aunque el vendedor, eso sí, representante de una
poderosa editorial, sabía ser muy persuasivo –, que me planté. El escándalo que
se armó fue notable, pero sirvió al menos de algo: a los pocos meses decidimos
suprimir la obligatoriedad de los libros de texto, al menos en nuestro
departamento.
Pocos años después de esto – y de modo ejemplar en nuestra
comunidad – comenzó el proceso de digitalización educativa. Se instalaron
ordenadores en las aulas y se implantó una plataforma de gestión, todo ello a
través de sistemas de software libre. Desde entonces, muchos profesores han
creado y compartido innovadores recursos didácticos digitales (webs, blogs,
aplicaciones, libros y otros proyectos colaborativos), muchos de los cuales
constituyen una alternativa perfecta al libro de texto tradicional que, además
de didácticamente obsoleto, es mucho más caro y menos ecológico (y eso a pesar
del esfuerzo de reciclaje por parte de los bancos de libros de los centros).
El segundo recuerdo desagradable que tengo de mis comienzos
en la docencia es el de las aulas atestadas de alumnos. Siempre supe que educar
es una tarea compleja y exigente. Pero lo que las aulas de treinta chicos
y chicas de entre doce a dieciséis años me enseñaron es que a veces era también
imposible. Los trámites burocráticos, la necesidad de mantener el ambiente
adecuado en clase, o el trabajo con ciertos alumnos especialmente demandantes de
atención (desmotivados, hiperactivos, repetidores, víctimas de acoso,
acosadores, chicos con problemas de aprendizaje, superdotados…) ocupaban casi
todo mi tiempo, ralentizando la marcha del curso y obligándome a descuidar al
resto.
Es curioso, pero hay gente que aún cree que dar clase
consiste en dictar una especie de conferencia a treinta alumnos silenciosos que
toman apuntes sentados en sus bancas. Pues no: hace mucho que contamos con una
idea distinta y mucho más precisa de lo que significa educar y aprender. Los
profesores, haciendo un poco de todo (de expertos en su materia, pedagogos,
actores, comunicadores, animadores culturales, tutores, psicólogos, asistentes
sociales, mediadores familiares y no sé cuántas cosas más), intentamos hoy
preparar nuestras cuatro o cinco “funciones” diarias (ante un público inmaduro
y no siempre bien dispuesto) no solo para implicar al grupo en actividades de
lo más variado, sino también para interactuar con cada alumno individual.
Sabemos que cada chico o chica es un mundo que requiere de estímulos,
actividades y hasta de formas de tratamiento y comunicación diferentes. Por
eso, para educar de verdad, los docentes necesitamos imperiosamente la
reducción de ratios, esto es: trabajar con grupos más reducidos de alumnos.
¿Y por qué les cuento hoy esto? Como saben, nuestro país
está a la cabeza de Europa en fracaso educativo. Por ello, y en buena lógica,
el gobierno ha decidido invertir miles de millones en educación. Ahora
pregúntense conmigo en qué debemos gastar prioritariamente esos fondos. ¿En sufragar
el coste de los libros de texto (habiendo maneras más eficientes y baratas de
dotar a los alumnos de material didáctico), o en contratar docentes para bajar
las ratios y que, así, todos los alumnos – también sus hijos – pueden estar
convenientemente atendidos? Piénsenlo y, cuando acaben, díganselo, por favor, a
sus representantes políticos.
Este artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí.
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