Siempre me ha parecido que dar clases es un poco como hacer
teatro. Uno entra todos los días en las aulas, como un actor en escena, para
intentar provocar que allí, más allá del tiempo, pase algo ilusionante,
catártico, liberador, creativo… No siempre lo consigues, claro. Es difícil
evitar la impostación, el simulacro, la tabarra, el cansancio a veces, pero de
vez en cuando pasa, brota un atisbo de verdad, un rapto de comunicación, algo
vivo alrededor de lo cual reconstruir la trama, el texto, el cuento que hay que
contar… ¡Y es entonces que dar clases parece convertirse en la representación
de una vibrante escena dramática, un diálogo auténtico, un descubrimiento, un
encuentro memorable e irreversible! ¿No es eso lo que debería ser la educación?
Tal vez, pero no es sencillo, insisto. Cuenten ustedes, de
entrada, con que nuestros alumnos acuden a la “función” obligados, sin
consciencia de que son parte esencial de la obra, por lo que, por defecto, se
limitan a aguantar con lo que “toque”, con tal grado de desesperación y
aburrimiento a veces (tras horas de tostón) que, a la que te descuides, te
montan ellos mismos el espectáculo.
Hay otras diferencias a favor del teatro: el actor no tiene
que hacer cinco funciones al día (como el profesor), ni escribirse sus propios
“textos” al llegar a casa, ni corregir las “actuaciones” de los alumnos, ni
reunirse con sus familias, ni decenas de otras tareas entre “bastidores”.
Además, y sobre todo, el actor no tiene al empresario poniendo palos en las
ruedas a su propia producción, mientras que el profesor…
Desde hace cinco o seis leyes educativas, nuestro mayor
empresario (la administración) anda empeñado en acabar con nuestro arte y
convertirnos, progresivamente, en un engendro mezcla de administrativo,
técnico-facilitador, psicopedagogo, vigilante jurado y trabajador social
(últimamente, también, productor digital y asistente telemático) …
De momento, resistimos como podemos. Hemos aprendido, por
ejemplo, a tomar como lo que es – simple retórica huera –, y a procurar olvidar
en cuanto entramos en clase, la infumable farfolla de decretos y
programaciones, de objetivos (de ciclo, etapa, curso, área, materia, unidad,
sesión…), estándares de aprendizaje, criterios de evaluación, competencias,
contenidos mínimos, no mínimos, procedimentales, actitudinales, transversales,
y todo el resto de restos de naufragios de tantos brillantes y revolucionarios
legisladores más decididos a pasar a la historia que a pasarse por un aula.
Hacemos, también, todo lo posible para seguir creyendo y
haciendo creer que somos profesores, entusiastas transmisores de valores y
conocimientos, y no porteros, vigilantes de pasillo, guardianes de niños,
mediadores familiares, o simples policías que han trocado los viejos gestos
teatrales del maestro por la mueca administrativa del funcionario pasando
lista, registrando ausencias, chequeando rúbricas, llamando a padres,
rellenando informes, clasificando alumnos y tomando, a cada paso, las medidas
oportunas…
Pese a todo, no sé si estamos tocando fondo. Como viejos
cómicos nos reconvertimos hace tiempo, y con esfuerzo, al lenguaje audiovisual.
Ahora se nos pide que nos hagamos “youtubers”, expertos en podcasts, peritos en
redes, profesores y asistentes on-line. Todo por cuenta propia, claro (nuestros
propios recursos, nuestro escaso tiempo, nuestra necesaria inventiva…). Y que,
mientras tanto, prosiga la función, a treinta actores por clase, recitando con
una mascarilla pegada a la cara, sin movernos ni relacionarnos, y todo con la
misma vocación por insuflar vida, provocar, despertar, encender y hacer crecer
a los alumnos…
Saben, ay, nuestros astutos mandarines, que esa vocación
rebrota siempre frente a los ojos como candilejas de los chicos. Esa mirada,
renovada y milagrosamente expectante, de los que, sin arte ni parte, hemos
traído a este destartalado circo, son la última trampa, el chantaje definitivo
por el que, pese a todo, salimos de nuevo a escena cada día, con las mismas
ganas y nervios del actor primerizo, a hacer lo que haga falta para que el
espectáculo continúe. Al menos, hasta que se nos desplomen encima la ilusión y
el teatro. Vae victis.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Qué terrible. Es tal cual como dices, se nos quiere configurar para que seamos obreros o burocráticos antes que enseñarnos a ser seres humanos. Por eso mi agradecimiento será infinito para los profesores que se salen aunque sea un algo de la rigidez de los programas. Muy admirable es la vocación por enseñar.
ResponderEliminar