Esta semana veremos cómo todo aquello que en los centros
educativos tenía más que ver con la educación (expresarse y comunicarse libremente,
experimentar, convivir, elegir por uno mismo, cultivar amistades y afectos…), y
que solo sucedía en la periferia de las aulas – pasillos, recreos, excursiones…
– o, excepcionalmente, en la clase de algún profesor “raro”, se acaba por
esfumar del todo. Alumnos adolescentes, de entre doce y dieciocho años, no
podrán, este curso (ya veremos hasta cuándo), salir al pasillo entre clases,
levantarse, acercarse a sus compañeros o su profesor, saludarse o contactar
físicamente, hacer actividades en grupo, compartir objetos, ir de visita a
otras aulas, usar bibliotecas o laboratorios, tocar instrumentos, realizar
actividades extraescolares, abandonar el centro durante el recreo, jugar al
balón, salir del sector asignado en el patio, apoyarse en la pared, pararse a
charlar en las entradas y salidas…
Como le leí el otro día a un amigo y experto docente, se ha
prohibido todo aquello que enmascaraba y dulcificaba el proceso educativo,
haciendo que este se muestre, de forma descarnada, como lo que realmente es: un
enorme engranaje disciplinario destinado fundamentalmente a perpetuar las
estructuras sociales, y un colorido (o grisáceo, según edad) almacén en el que
depositar a los niños mientras trabajan sus padres.
Para este viaje no hacían falta alforjas. La educación
presencial es preferible a la digital, sí, pero no a un coste educativo tan
alto. Ni con un presupuesto tan bajo. Aunque desengáñense: solo con inversión
económica no se soluciona nada. Autoridades, docentes y buena parte de la
sociedad, ya venían contagiados (y embozados), desde antes de la pandemia, por
una sustanciosa cantidad de virus ideológicos y prejuicios. De hecho, a no
pocos profesores les va a parecer de perlas tener a sus alumnos (¡al fin! –
dirán –) sentados y amordazados durante las seis horas diarias de clase.
En la insolación de este extraño y reconcentrado verano he
soñado, a ratos, con que las administraciones, en un ejercicio insólito de
cooperación, a la luz nimbada de un solemne pacto político, sistemáticamente
asesorada por verdaderos expertos – no gurús de saldo – y miembros destacados –
no mansos y enchufados – de la comunidad educativa, decidían aprovechar la
crisis para dar un vuelvo definitivo a la situación. No solo para garantizar ese
mínimo y mítico 5% del PIB, o los profes necesarios para que las ratios de
alumnos fueran, valga la redundancia, razonables, sino para fijar una ley de
educación estable, transformar el sistema de selección y formación de docentes,
abrir y airear currículums, impulsar una necesaria renovación pedagógica, y dar
un giro sustancial a lo que, por simple rutina, todavía creen muchos que es la
educación.
Luego despertaba y empezaba a temer que, más que una
oportunidad, la crisis pudiera ser el pretexto perfecto para recoser la misma
ley educativa con cuatro o cinco modificaciones biensonantes, recortar o
congelar fondos, mantener ratios (para subirlas conforme vaya pasando la
pandemia) y dejar todo como estaba o, peor, como una versión simplificada y
básica de lo mismo: más orden, más disciplina ciega, más adiestramiento para el
mercado, más control, y más mascarillas para el pensamiento crítico, la
autonomía personal y el genuino deseo de saber. Ojalá me equivoque, pero, más
allá de coyunturas sanitarias, la mascarilla en la boca y la disciplina
cuartelera siguen siendo un símbolo de cómo muchos siguen entendiendo la
educación. Con bozal.
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