sábado, 17 de octubre de 2020

Cavernas

 

Las preguntas filosóficas son tan viejas (o tan jóvenes, según se mire) como la misma conciencia humana, esa especie de balcón por el que la realidad se asoma para descubrirse, admirarse e interrogarse a sí misma. No hay nadie que, tras abrirlo, resista la tentación (o deje de sufrir la necesidad) de apostarse allí, como un gato, a escudriñar el horizonte. ¿Qué habrá más allá del triste o rutilante cristal de la existencia? ¿Por qué y para qué nos es dado a nosotros entreabrirlo? ¿Es burla o esperanza ese poder mirar a lo infinito desde su insuperable umbral? ¿Y qué debemos hacer entonces: sumirnos en vana melancolía o hacernos albañil de vanos? 

Optar por lo segundo – esto es: por la educación – no es fácil. Abrir esa terraza de la conciencia, no digamos atreverse a volar o a descolgarse por ella, no es algo que esté, por de pronto, al alcance de cualquiera. Muchos, aparentemente, no tienen ni las ganas. La caverna, ya saben, tira mucho. La caverna, decía Platón, es la realidad inmediata, el espectáculo que, sin querer ni pensar, se te mete por los ojos a cada instante. La mayoría vive soñando en ese mundo, pendiente de taumaturgos que, dueños del fuego de la cultura, detentan el poder de las imágenes y las palabras (es decir: el poder). 

Cavernas hay muchas, tal vez infinitas, aunque está en su naturaleza (como en la del poder) el pasar inadvertidas. A veces juego con mis alumnos a descubrirlas. Últimamente están que se salen. No solo las detectan (eso es fácil) en los medios de comunicación, las redes, las sectas, algunos entretenimientos adictivos o en ciertos regímenes políticos, sino también (y esto tiene mérito) en la rutina cotidiana – ese confortable sopor uterino en que vegetamos casi todo el tiempo –, en la escuela, la familia, la ciencia, o en el propio lenguaje con que hablamos y pensamos. 

Que la escuela sea como una caverna es un clásico. La lobreguez de las aulas, la tristeza de galeote de los pupitres, el encadenamiento tantálico de las horas, el mecánico trasiego de sofistas – y sus aprendidas certezas – frente a las pizarras, el sometimiento ciego a lo que está mandado, el “es así porque lo digo yo (o Dios, o la Constitución, o la Ciencia)”, el “haz lo que quiero y – te pondré un – punto”… Todo parece planeado para entontecer y subyugar. Con tanto éxito que – tal como en el símil de Platón – cuando se dialoga con los alumnos de todo esto, la primera salida de muchos es irritación, miedo, burla, y un aferrarse, patético, a las cadenas: “Pero, entonces, el examen cómo va a ser…”. 

Otra más entrañable y profunda caverna es la familia. Desde que abrimos prematuramente los ojos está ahí, como una extensión grutesca del vientre materno, para conformarnos, al fuego del hogar, con cada guiño, abrazo, canción o fábula, en un repertorio de manías, emociones, deseos e ideas de las que difícilmente podremos librarnos nunca. Y, más allá de ella, el entorno social: el barrio, la gente de tu “clase”, la pandilla, la Iglesia, el partido, el cenáculo ideológico… Todo un sistema de cuevas casi impenetrable a la luz. Solo de vez en cuando algún amor, catástrofe o mala compañía, logra sacarnos, a duras penas, de nuestras soñolientas casillas…   

Uno de mis alumnos me decía que no se sale de una (caverna) sino para meterse en otra. Tal vez en otra más espaciosa e iluminada, como la de la ciencia y sus dogmas, la del lenguaje – ese animal capaz de pensar por nosotros –, o la de la propia filosofía, contadora de mitos contra el mito... Es así, el horizonte se reproduce, inalcanzable, cada vez que creemos aproximarnos a él. El movimiento, el cambio, el progreso son pasos infinitesimales sobre un mismo punto. 

Ahora, aunque todo sea un ilusorio y repetido fractal, quiero creer que, en cada una de esas variaciones nos volvemos más lúcidos, menos cavernícolas, y que, cuando al fin volvemos al tema de la composición, este comprende acordes más grandes, como sí todo pudiera, al fin, sonar al unísono, decir una misma cosa, despertar bajo un único sol, antes de arder completa y gozosamente en él… Ya ven. Es lo que también tienen los balcones: te abren el lado más hermoso y místico de… ¿De qué?

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

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