Esta pasada primavera, el Ateneo de Cáceres cumplió sus primeros veinte años. Es una pena que, por culpa de la pandemia, no se haya podido celebrar aún como corresponde. Mientras, ahí sigue, en el bellísimo palacio Camarena, junto a la Plaza Mayor, a disposición de quien quiera acercarse a sus cursos, talleres, exposiciones, conferencias y conciertos. ¿Habrá mejor celebración que esa? Porque no nos engañemos: un Ateneo en activo, en los tiempos que corren, no puede ser más que una maravillosa extravagancia.
Piénsenlo: en la era de la globalización, el individuo atomizado, la comunicación virtual, el consumo y el espectáculo, el escamoteo de lo político y lo público, la polarización artificiosa de las opiniones, y la sujeción de casi todo contenido cultural al mercado… ¿No es un milagro que los ciudadanos, ellos solos, se reúnan para hacer cosas en común (y no solo para consumir, rezar o mirarse ideológicamente el ombligo)? ¿No es extraño un sitio donde la cultura vaya por libre, fuera del tiesto administrativo, el circuito mercantil o la catequesis política o religiosa? ¿Para qué sirve esa antigualla casi decimonónica? ¿Qué diablos pinta un ateneo, hoy, en mitad de la ciudad?...
Una respuesta breve, pero sustanciosa, es que un ateneo, precisamente un ateneo, es la razón misma de ser de una ciudad; esto es, de aquel lugar que los filósofos clásicos consideraban la comunidad humana perfecta.
La razón de esto último es que la ciudad, con su asamblea y su ágora, representaba, decían estos filósofos, el marco idóneo en que desenvolver la naturaleza moral y racional del ser humano. Así, nada mejor que la actividad política en la Asamblea – decía Aristóteles – para poner a prueba y forjar el temple moral de un hombre, y nada más propicio al entendimiento que dialogar todo el día en la plaza – como hacía Sócrates – acerca del ser de las cosas, la verdad, el bien o la belleza.
Pero esto ocurría en la “polis”, un tanto idealizada, de los filósofos griegos. En nuestras modernas ciudades ya no hay asambleas, ni apenas ágoras. Trasladadas sus funciones políticas a la corte de políticos profesionales que son los parlamentos, y encerrada su vida intelectual en las instituciones académicas, ¿qué espacios quedan hoy en la ciudad para que los ciudadanos puedan ejercer sus virtudes públicas y desplegar su inquietud filosófica en la experiencia común del diálogo?
Tiempo ha, los ateneos, al igual que otras iniciativas cívicas, como las universidades populares o algunas sociedades científicas, suplían parcialmente el lugar que la asamblea y el ágora tenían en la “polis” de los filósofos. Allí se reunían los ciudadanos para cultivar las virtudes éticas e intelectuales (el diálogo, la racionalidad, la tolerancia, la honestidad, la generosidad, la moderación, la igualdad, la ecuanimidad…) sin las que no es posible ser persona ni alcanzar ese grado de “amistad cívica” que exige una sociedad civilizada.
¿Mas que queda de todo eso? Ateneos y centros verdaderamente cívicos – al margen de la Administración o los cenáculos ideológicos – sobreviven hoy como un archipiélago exótico y amenazado en mitad de nuestras furiosas urbes. Y, sin embargo, es ahora, cuando todas las fórmulas conocidas de comunidad (la familia, la vida rural, la propia ciudad, la nación) se desmoronan, cuando más necesarios son. Nada, ni los ritos democráticos, ni la sobreinformación y sobreconectividad mediática, ni la extensión de la educación superior (volcada hacia la especialización y la técnica), proporcionan hoy, ni de lejos, esa misma experiencia de desarrollo moral e intelectual.
Gracias, en fin, a los que, hace ya veinte años, rescataron
del olvido al ateneo cacereño (cómo no mencionar aquí al filósofo Esteban
Cortijo), y no menos a los que lo mantienen ejemplarmente vivo (Javier, Lola,
Víctor, Antonio y tantos otros), abierto a todo y a todos, sin siglas ni
apellidos, plural y repleto de esa inconmensurable energía moral e intelectual
que le dan los ateneístas, es decir, los ciudadanos. Esperemos que, durante
muchos más años sigáis ahí, en el corazón de la ciudad. A ver si entre todos
logramos salvarla, y, así, salvarnos también a nosotros mismos.
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