No falla. Siembras en una conversación el tema del idioma, y afloran, al instante, las idioteces (fíjense que idioma e idiotez comparte raíz). Has estado, quizás antes, señalando la luna (mencionando temas infinitamente más importantes) y ni flores; pero basta con que muevas un poco el dedo con el que señalas, para que comience la batalla dialéctica.
¿Por qué, a veces, genera más entusiasmo el asunto del
“cómo” decimos las cosas que lo “que” propiamente decimos? ¿A qué esta
adoración fetichista por el idioma en que uno habla y piensa? ¿Qué es esto de
que las lenguas tengan derechos y hayan de ser conservadas o protegidas
mediante la imposición, nolens volens, de políticas lingüísticas? Son
varios los argumentos, y están anudados como en una red ideal para capturar
incautos.
Uno de ellos es la tesis de que el idioma que uno habla
configura su manera de pensar y ver el mundo. Esta teoría, por popular que sea,
jamás ha sido demostrada. En la era moderna fue sostenida por los filólogos
románticos alemanes del XIX, para los que el idioma era parte sustancial del
“Volksgeist” o “espíritu del pueblo” (idea tan querida por nazis y fascistas de
todo signo), y tuvo su correlato científico en la más que refutada hipótesis
Sapir-Whorf, que ya solo sirve para inspirar películas de marcianos (La
llegada, de D. Villeneuve; no se la pierdan).
Más allá de los experimentos que la desdicen, la popular (e
intuitiva) idea de que por hablar un idioma distinto piensas (y eres) distinto,
es impugnada por el hecho recurrente de la traducción. ¿Son inconmensurables
los idiomas? ¿Es imposible traducir un texto, por ejemplo, del mandarín al
vasco? – se preguntan desde hace decenios los filósofos del lenguaje –. Pues
según lo que se entienda (tanto en mandarín como en vasco) por traducir. Si
“traducir” quiere decir trasvasar un concepto o significado de un significante
a otro, la traducción es siempre razonablemente posible. Es obvio que nunca
será exacta y que siempre supondrá un acto de “recreación” del traductor, pero
es que esto también pasa en el seno mismo del idioma. Entender a alguien,
incluso en tu misma lengua, supone un ejercicio de traducción por el que captas
lo (que tu supones) esencial de un mensaje, obviando parte de las innumerables
connotaciones con las que probablemente se emite. Este mismo proceso
“selectivo” gobierna de igual modo la memoria o el pensamiento (escuchar,
decir, memorizar o pensarlo todo, es, por definición, imposible;
acuérdense del pobre Funes, el antológico personaje de Borges).
Si la inconmensurabilidad entre lenguas es impensable (el
que cree que no se puede decir en chino lo mismo que en vasco ha de poder
pensar la misma cosa en ambos idiomas, aunque sea para negarla en uno de
ellos), ¿qué es lo que mantiene viva la tesis terraplanista de que por hablar
distintos idiomas pertenecemos a mundos culturales distintos? Pues es claro: el
fetichismo en torno al idioma es un “arma de construcción masiva” de esa
“unidad de destino en lo particular” que es la nación.
A diferencia del habla, el idioma es una institución
política, cuyo objetivo no es solo establecer estándares de comunicación en un
determinado territorio, sino también asignar un marchamo de pertenencia al
grupo enraizado en la creencia de que tu misma identidad personal (tu carácter,
tus ideas) depende de que “cómo” digas las mismas cosas que dicen (de otro
modo) los demás seres humanos.
Así, es obvio que las medidas de inmersión en lenguas
autóctonas (como en catalán o euskera) no solo obedecen a criterios culturales
– como la preservación de determinada lengua –, sino, sobre todo, al objetivo,
no disimulado, de hacer “distintivo” lo distinto y marginar (o someter) al que
no habla como “nosotros”, imponiendo la abstracción política del idioma sobre
el concreto derecho de la gente a hablar, comunicarse o aprender en la lengua
que quiera, más aún si esta es su lengua materna y forma parte de las lenguas
cooficiales de un Estado.
Preservar por la fuerza un idioma o cualquier otra tradición
es una idiotez supina. ¿Se imaginan que obligasen a los andaluces a escuchar
flamenco o a los extremeños a comer migas para “preservar el patrimonio
cultural”? Los idiomas viven y mueren (el catalán o el castellano viven, por
ejemplo, gracias a la muerte del latín), y no son ellos los que deben imponerse
a las personas, sino las personas las que deben imponerse a ellos, pensando y
hablando (no importa a través de cuál) para una comunidad idealmente
cosmopolita, diversa y formada en el espíritu de concordia y diálogo. El logos,
decía el viejo filósofo Heráclito, es uno, ya se sueñe en finlandés o suajili.
No seamos idiotas y despertemos.
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