Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
¿Cómo juzgar correctamente al prójimo? En la vida diaria no solemos preocuparnos de esto (al prójimo lo despellejamos sin más). Pero cuando se es juez de oficio, aunque sea de calificaciones escolares, la cosa se complica. Más aún si el que califica es profe de filosofía.
¡Jo, profesor! – me dicen los alumnos—. ¿No podrías
contarnos cómo nos vas a evaluar y ya está? Pero a ver – les respondo –, ¿qué
pensaríais de mi si, tras daros la vara con aquello de que el filósofo lo
cuestiona todo, os impusiera ahora unos criterios de evaluación, así, porque
sí? ¡No es porque sí, sino porque lo
dice la ley! – saltan unos cuantos –. Bien. ¿Y qué pensáis? – les replico –
¿Hay que cumplir siempre la ley, o solo cuando nos parece razonable o justa?
¡Siempre hay que cumplir la ley! – afirma mi alumno más
kantiano – ¡Si no, sería un desastre! Tal vez – le digo yo –. Pero cumplir con
la ley no quita para que podamos discutir sobre ella. A ver – les pregunto –:
¿a quién sería justo poner mejor nota, al alumno que apenas trabaja, pero
demuestra ser muy competente, o al que se esfuerza lo indecible pero solo
obtiene resultados mediocres? ¿Qué debemos premiar más: el esfuerzo o el
talento?
Una concepción de la justicia “liberal” (empieza el rollo,
lo veo en sus caras) insistiría en que la calificación del alumno dependa,
fundamentalmente, del reconocimiento de su competencia individual (el que
vale, vale). Pero otra, más ligada a las virtudes públicas, querría valorar
también ciertas propiedades morales (que el alumno trabaje, se porte “bien”,
etc.). ¡Pero la moral es una cosa privada de cada uno! – dirían los “liberales”, para los que la
misión de la escuela se reduce a hacer al alumno competente y competitivo –.
Invectiva ante la que los “moralistas” contraatacarían afirmando que los medios
importan tanto como los fines, y que virtudes como la honestidad o la
constancia son fundamentales para que cualquier empresa o sociedad funcionen.
Analicemos ahora una segunda cuestión. Supongamos – les digo
de nuevo a mis alumnos – que tuviera información objetiva de vuestras
circunstancias familiares y personales (si contáis con tiempo y ayuda para
estudiar en casa, si sois ricos o pobres, si sufrís de violencia o de alguna
enfermedad o discapacidad grave…). ¿Debería todo esto condicionar mi
calificación?
De nuevo asoman aquí dos concepciones distintas de lo que es
“justo”. La más “liberal” abogaría, otra vez, por considerar de forma abstracta
el rendimiento del alumno; al fin y al cabo – se dirá – gran parte de las
desigualdades son inevitables (hay alumnos “más cortitos” que otros, se oye
decir en las sesiones de evaluación). De otro lado, una concepción más social y
equitativa de la justicia defendería que todas las desigualdades sean corregidas
o compensadas, dando, por ejemplo, más facilidades para obtener buena nota a
los alumnos con mayores dificultades para lograrla.
Estos enfoques, pueden, por cierto, cruzarse. Una teoría,
por ejemplo, socio-liberal de la justicia, buscaría compensar las
desigualdades entre alumnos, pero daría más valor, en la evaluación, al talento
(y no a las virtudes morales). Y otra, de corte liberal-conservador, se
despreocuparía de las desigualdades, pero sí que evaluaría ciertas virtudes en
el alumno (que sea modosito, disciplinado, etc.). En regímenes
totalitarios encontraríamos concepciones de la justicia (y de la evaluación del
prójimo) en las que se mezclarían el enfoque social y el moral en su sentido
más fuerte, de forma que, además de paliar las desigualdades (y, de paso, las
diferencias, como cuando se viste a los niños – o a los ciudadanos – de
uniforme), se evaluaría la fidelidad ciega de los alumnos a valores y virtudes
(su amor a Dios o al líder, su patriotismo, su espíritu revolucionario…), o la estricta
adecuación de su talento a los objetivos marcados por el Estado.
Vale – me cortan los chicos –. Todo eso está muy bien. ¿Pero
cómo vas a evaluarnos tú? No lo sé – les confieso –. Por un lado, me debo, como
decís, a los criterios que impone la ley. Pero, del otro, no dejo de darle
vueltas. ¿Qué ignorante osadía es esta de juzgar a los demás? ¿No debería
juzgarse, en todo caso, cada uno a sí mismo? El único examen importante es el
examen de conciencia, decía el sabio Sócrates. Así que – acabo – preguntaos que
queréis realmente ser y hacer, y si os habéis acercado más o menos a esa meta
tratando de filosofía (o de matemáticas, historia o lo que sea) durante estos
meses. En último término, ¿qué otra cosa puede ser lo justo o bueno
sino aquello que uno mismo reconoce como tal?
Hola, Víctor.
ResponderEliminarUna puntualización sobre lo que escribes. Considero que un profesor está evaluando no al alumno sino a su desempeño. Está evaluando su conducta y su trabajo, pero no a la persona. Si el alumno es habilidoso, inteligente o trabajador no es algo que corresponda evaluar en este caso. Al menos, entiendo que así debería ser. No se trata de un juicio personal sino de una evaluación sobre hechos objetivos. Por supuesto, a la hora de juzgar su trabajo puedes tener en cuenta sus circunstancias personales. Sin duda, sería acertado tenerlas en cuenta. Pero. en todo caso, creo que es importante dejar claro que no se trata de un juicio sobre la persona sino sobre su comportamiento.
Un saludo.
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