Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El miedo es una emoción tan polifacética y repleta de
matices como lo es el abanico de estímulos que puede llegar a provocarlo.
Existen todo tipo de miedos, y podemos tener miedo de casi todo, incluso de no
tenerlo y de cometer, así, cualquier temeridad o locura. Sin embargo, pese a su aparente complejidad,
su concepto es bien simple. El miedo, sea cual sea, supone siempre lo mismo: la
anticipación imaginaria de un dolor. Tenemos miedo a todo aquello que
creemos ligado, por principio, experiencia (vicaria o real) o instinto, a un posible
dolor, sea este físico, psicológico, moral o metafísico.
Además de la asociación con el dolor, hay en las cosas
temibles dos propiedades que incrementan significativamente su pavoroso efecto.
Una es su aleatoriedad o imprevisibilidad, causante de ese temor
supersticioso a la mala suerte que nos atenaza con tanta frecuencia (y
que, según algunos, está en el origen de lo religioso). La otra propiedad, más
honda y comprensiva, es la alteridad: cuanto más otro o extraño
nos parece algo, más miedo nos da. La razón es que lo más extraño es también,
en última instancia, lo más inhumano. Y todo lo que no se deja humanizar (el
extraño movimiento o forma de una criatura, la inmensidad impenetrable de la
jungla o el océano, el poder ciego y apabullante de una máquina, la conducta de
un loco…) podemos imaginarlo como una amenaza, esto es, como causa (objetiva o
fantástica) de la rotura o descomposición de nuestro ser. En el extremo, lo
completamente metamórfico, lo radicalmente informe, lo monstruosamente carente
de pies y cabeza, lo absolutamente oscuro, indeseable, inimaginable,
imprevisible, incomprensible e irrepresentable, representa, a la vez, lo más
terrible e inhumano.
Consciencia anticipante del dolor, aleatoriedad y alteridad
son, pues, los tres componentes esenciales de aquello que nos da miedo. ¿Hay
algún objeto en que se den todos ellos, a la vez, de forma culminante?
Es un tópico contestar a esta pregunta con la alusión a la muerte.
Parece lógico, dado que la muerte está asociada al dolor de la agonía y la
despedida, a lo imprevisto de su acontecimiento, y a lo completamente extraño e
incomprensible del tránsito a la nada. Pero también
podríamos señalar a la vida, que es dónde realmente se da el dolor, el
mal no previsto, y la más angustiante de todas las alteridades, que es el
absurdo o sinsentido con que experimentamos la propia existencia.
¿Qué da más miedo, entonces, la vida o la muerte? Para
algunos filósofos es la muerte, esa otredad que, en tanto absoluta, es
lo que, paradójicamente, proporciona a la vida un valor igualmente pleno. Para
otros, es la propia vida la que, absurdamente abocada a la muerte, nos condena
a esta pasión inútil, meramente deportiva, de hacer por significarnos a
la vez que nos deshacemos, insignificantes, en el tiempo.
¿Qué hacer cuando el miedo nos invade y bloquea desde esos
dos extremos, el de la vida y la muerte? Como enfrentar esa doble desolación o
fatiga. Pienso, por ejemplo, en las personas más expuestas a los efectos de la
pandemia que copa nuestro presente. O en aquellas otras, víctimas de desgracias
mayores, que atraviesan el mar sobre una tabla buscando refugio. En los dos
casos, al miedo a una muerte probable se suma el temor a una vida en que lo más
entraño (la familia, los amigos, la tierra que se pisa, el sosiego, el
juego…) se ha tornado extraño, lejano, hostil, sospechoso. Trocar lo
entrañable en extraño es un recurso habitual de la literatura o el cine de
terror, pero en esto, como en todo, la realidad supera, desgraciadamente, al
arte.
El único modo de vencer el miedo es, en fin, el
conocimiento. La mera acción, o la voluntad impulsiva de vencerlo, son una
temeridad; la fe en un dios protector, una regresión peligrosa; la negación, la
evasión y el entretenimiento, una patética huida hacia adelante. Solo si
conocemos las causas objetivas del dolor propio y ajeno, aprendemos a prever lo
imprevisible y buscamos con denuedo el conocimiento, podremos dominar el miedo
y a aquellos que lo difunden en provecho (y alivio del suyo) propio. Filosofar,
atreverse a pensar el mundo, deshabitándolo de lo azaroso, extraño y alienante,
es la condición necesaria, y hasta suficiente, para transformarlo.
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