Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo repetía hace poco, en la prensa, un prestigioso
investigador español: «el mejor predictor del éxito profesional no es el
rendimiento cognitivo, es que tus padres tengan dinero». Está demostrado: en la
inmensa mayoría de los casos los hijos de los ricos continúan siendo ricos, y
los hijos de los pobres, pobres; los primeros heredan y acaparan los mejores
puestos y cargos, y los segundos… hacen lo que pueden.
Es cierto que este reparto de roles tiene una relación
colateral con las capacidades personales. ¡Estaría bueno que quien disfruta
desde pequeño de todo tipo de medios, oportunidades y experiencias conducentes
a cierto rango de empleos y cargos, no desarrollara más que otros la capacidad
para desempeñarlos con pericia! Ahora bien, ¿es esa capacidad mérito suyo?
Si el mérito refiere aquella dignidad que concedemos a quien
logra por sí mismo una determinada posición o capacidad, la respuesta solo
puede ser negativa. Nadie escoge nacer con tales o cuales talentos; ni que esos
talentos sean apreciados en su cultura y época; ni pertenecer a una familia rica
o pobre; ni venir al mundo en un entorno estimulante y cosmopolita, en lugar de
en otro mediocre o embrutecedor. ¿Entonces? ¿De qué «mérito» hablamos? ¿Cómo es
que sacralizamos algo de cuya existencia cabe tan fundadamente sospechar? ¿Es
la meritocracia una suerte de nueva teocracia secularizada?
Pudiera ser: en cuanto a las desigualdades heredadas al menos, nuestra
época no parece muy diferente de otras más teocráticas. Hace años, un estudio
gubernamental demostró que en la Gran Bretaña del siglo XXI la inmensa mayoría
de altos ejecutivos, jueces, fiscales, políticos, generales, y hasta famosos
periodistas o actores, precedían de colegios privados en los que (por razones obvias)
solo podía estudiar un 7% de la población. Un porcentaje parecido al que
representaban los estamentos privilegiados y la alta burguesía a finales de la
Edad Media…
¿Sufrimos, entonces, las mismas e injustas desigualdades que
siempre? Se diría que sí. Pero con un agravante. Mientras que en la Edad Media
esa desigualdad era atribuida al poder divino o a la naturaleza (que creaban seres
de diferente calidad y linaje), en nuestro tiempo se atribuye casi por entero a los méritos y virtudes individuales.
De este modo, mientras que en otras épocas el pobre asumía
su miseria material como producto de la voluntad de Dios y como pasaporte de
primera clase al cielo («los últimos serán los primeros»), en nuestra época
suma a su pobreza la miseria moral de creerse el responsable fundamental de la misma. Surge así la figura del «loser», el «perdedor» del universo moral
liberal, posición que se contrapone a la figura, no menos moralizada, del «self-made
man», el privilegiado que ya no lo es por la gracia de Dios o por la consanguineidad
con gloriosos antepasados, sino (presuntamente) por su esfuerzo y talento
individual.
Esta moralización de las desigualdades puede entenderse,
como propone el filósofo Michael Sandel, como la raíz del malestar social y la
polarización política (la soberbia de las élites que creen merecer su éxito
frente a la humillación de los que se tienen por culpables de su postración),
pero debe comprenderse también como un dispositivo cuasi perfecto para justificar
el «statu quo». Si todos (ricos y pobres) creemos que cada cual tiene lo que
merece, la desigualdad parecerá ética y políticamente aceptable.
Un elemento no marginal de ese dispositivo ideológico es la
conversión del mito del héroe desde el lenguaje y códigos de la sociedad estamental a los de la nueva sociedad liberal. En el
primer caso, el héroe o heroína, exhibiendo su compromiso con el orden vigente
(matando dragones o mostrándose humilde y obediente), accede al universo de las
élites (se casa con la princesa o el príncipe, descubre su linaje nobiliario,
etc.); en el segundo caso, el mismo héroe, demostrando las virtudes burguesas
del trabajo, el ahorro, la astucia, etc., asciende gloriosamente hasta la cima
del éxito (es la fábula moral del empresario que empieza con un pequeño
comercio, del humilde deportista que se convierte en una estrella o del joven
emprendedor que inventa un negocio genial en su garaje). Por supuesto, todo
esto es puro cuento (los casos que refiere son estadísticamente irrelevantes),
pero un cuento enormemente eficaz.
El otro ingrediente fundamental de este preparado ideológico
es, sin duda, la educación. O, más bien, cierta concepción, meritocrática y mendaz, de la misma, según la cual todos los alumnos y alumnas están en igualdad
de condiciones para aspirar y ganar la «excelencia académica» que tanto
ponderan algunos (¡incluyendo los que se dicen críticos del ideario liberal!),
y que les capacitaría, según ellos, para acceder sin más, y a base de superar exámenes, al club de los privilegiados (o al menos, diríamos
kantianamente, al purgatorio de los que «merecen» entrar en él) … Opio, en fin. Puro
opio para el pueblo.
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