miércoles, 19 de abril de 2023

La meritocracia como opio del pueblo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Lo repetía hace poco, en la prensa, un prestigioso investigador español: «el mejor predictor del éxito profesional no es el rendimiento cognitivo, es que tus padres tengan dinero». Está demostrado: en la inmensa mayoría de los casos los hijos de los ricos continúan siendo ricos, y los hijos de los pobres, pobres; los primeros heredan y acaparan los mejores puestos y cargos, y los segundos… hacen lo que pueden.

Es cierto que este reparto de roles tiene una relación colateral con las capacidades personales. ¡Estaría bueno que quien disfruta desde pequeño de todo tipo de medios, oportunidades y experiencias conducentes a cierto rango de empleos y cargos, no desarrollara más que otros la capacidad para desempeñarlos con pericia! Ahora bien, ¿es esa capacidad mérito suyo?

Si el mérito refiere aquella dignidad que concedemos a quien logra por sí mismo una determinada posición o capacidad, la respuesta solo puede ser negativa. Nadie escoge nacer con tales o cuales talentos; ni que esos talentos sean apreciados en su cultura y época; ni pertenecer a una familia rica o pobre; ni venir al mundo en un entorno estimulante y cosmopolita, en lugar de en otro mediocre o embrutecedor. ¿Entonces? ¿De qué «mérito» hablamos? ¿Cómo es que sacralizamos algo de cuya existencia cabe tan fundadamente sospechar? ¿Es la meritocracia una suerte de nueva teocracia  secularizada?

Pudiera ser: en cuanto a las desigualdades heredadas al menos, nuestra época no parece muy diferente de otras más teocráticas. Hace años, un estudio gubernamental demostró que en la Gran Bretaña del siglo XXI la inmensa mayoría de altos ejecutivos, jueces, fiscales, políticos, generales, y hasta famosos periodistas o actores, precedían de colegios privados en los que (por razones obvias) solo podía estudiar un 7% de la población. Un porcentaje parecido al que representaban los estamentos privilegiados y la alta burguesía a finales de la Edad Media…

¿Sufrimos, entonces, las mismas e injustas desigualdades que siempre? Se diría que sí. Pero con un agravante. Mientras que en la Edad Media esa desigualdad era atribuida al poder divino o a la naturaleza (que creaban seres de diferente calidad y linaje), en nuestro tiempo se atribuye casi por entero a los méritos y virtudes individuales.

De este modo, mientras que en otras épocas el pobre asumía su miseria material como producto de la voluntad de Dios y como pasaporte de primera clase al cielo («los últimos serán los primeros»), en nuestra época suma a su pobreza la miseria moral de creerse el responsable fundamental de la misma. Surge así la figura del «loser», el «perdedor» del universo moral liberal, posición que se contrapone a la figura, no menos moralizada, del «self-made man», el privilegiado que ya no lo es por la gracia de Dios o por la consanguineidad con gloriosos antepasados, sino (presuntamente) por su esfuerzo y talento individual. 

Esta moralización de las desigualdades puede entenderse, como propone el filósofo Michael Sandel, como la raíz del malestar social y la polarización política (la soberbia de las élites que creen merecer su éxito frente a la humillación de los que se tienen por culpables de su postración), pero debe comprenderse también como un dispositivo cuasi perfecto para justificar el «statu quo». Si todos (ricos y pobres) creemos que cada cual tiene lo que merece, la desigualdad parecerá ética y políticamente aceptable.

Un elemento no marginal de ese dispositivo ideológico es la conversión del mito del héroe desde el lenguaje y códigos de la sociedad estamental a los de la nueva sociedad liberal. En el primer caso, el héroe o heroína, exhibiendo su compromiso con el orden vigente (matando dragones o mostrándose humilde y obediente), accede al universo de las élites (se casa con la princesa o el príncipe, descubre su linaje nobiliario, etc.); en el segundo caso, el mismo héroe, demostrando las virtudes burguesas del trabajo, el ahorro, la astucia, etc., asciende gloriosamente hasta la cima del éxito (es la fábula moral del empresario que empieza con un pequeño comercio, del humilde deportista que se convierte en una estrella o del joven emprendedor que inventa un negocio genial en su garaje). Por supuesto, todo esto es puro cuento (los casos que refiere son estadísticamente irrelevantes), pero un cuento enormemente eficaz.

El otro ingrediente fundamental de este preparado ideológico es, sin duda, la educación. O, más bien, cierta concepción, meritocrática y mendaz, de la misma, según la cual todos los alumnos y alumnas están en igualdad de condiciones para aspirar y ganar la «excelencia académica» que tanto ponderan algunos (¡incluyendo los que se dicen críticos del ideario liberal!), y que les capacitaría, según ellos, para acceder sin más, y a base de superar exámenes, al club de los privilegiados (o al menos, diríamos kantianamente, al purgatorio de los que  «merecen» entrar en él) … Opio, en fin. Puro opio para el pueblo. 

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