Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y El Periódico de España
Pese a lo cursi que parece a veces, creo que hay mucho de
positivo en esa reivindicación de la alegría y lo común que exhiben algunas
propuestas políticas. Ante la disgregación de los ya de por sí atomizados
individuos en grupúsculos, parroquias, partidos, corrientes, sectores, mundos
virtuales y algoritmos cerrados y opuestos, restaurar y revitalizar espacios de
comunidad donde podamos encontrarnos, por diferentes que seamos y pensemos,
comienza a ser imprescindible.
Antes que nada porque hay muchas y no gratas tareas que
vamos a tener que afrontar juntos en un futuro inmediato. El mundo ha entrado
en una fase acelerada de transición, vivimos al borde de una catástrofe
climática sin precedentes, a expensas de un conflicto entre potencias sin un claro
día después, momentáneamente a salvo de un tsunami energético y económico, y
peligrosamente acostumbrados al debilitamiento crónico de nuestras democracias,
carcomidas desde dentro por la polarización y la desarticulación social, y
amenazadas desde fuera por autocracias orwellianas armadas hasta los dientes de
demagogia y misiles.
Ahora bien, ¿cómo regenerar y fortalecer el espíritu
comunitario, el compromiso cívico y la vida democrática para hacer frente a
este horizonte incierto, evitando tentaciones totalitarias? No vendría mal
reconocer, a este respecto, dos elementos que creo imprescindibles para
entender y promover la vida en común: una asunción decidida de la pluralidad
(ideológica, moral, cultural…) que nos caracteriza como sujetos, y un cultivo
deliberado de la aristotélica virtud de la amistad como elemento
aglutinador de aquella.
Diríamos que una comunidad está compuesta, como cualquier
organismo, de partículas (de personas e ideas particulares) y de la fuerza que
las mantiene unidas. La suma plural de particularidades es la materia del
organismo comunitario, lo que lo dinamiza y le presta toda su potencia
generadora; y la fuerza cordial de la amistad es la forma ideal de articularla
sin suprimir u oscurecer la energía expansiva de dichas particularidades. A
diferencia de una secta, un ejército o cualquier otra sociedad totalitaria, una
comunidad humana libre (libre de fines que la instrumentalicen) no uniforma las
diferencias, y mantiene unidos a los individuos sin obligarles, por ello, a dejar
de ser y pensar como tales.
Definir esa amistad cívica, entendida como la sutil fuerza
gravitatoria que mantiene unida a una comunidad libre, no es nada sencillo. Los
filósofos clásicos dedicaron libros enteros a ello. A mí me gustaría añadir al
análisis justo aquella virtud de la que hablaba al principio: la alegría; o
mejor: la jovialidad. La jovialidad (esa «alegría apacible» que caracteriza a
ciertas personas de naturaleza jupiterina, dice la RAE) es la manera de
afrontar la pluralidad como alegría, incluso como diversión (entendiendo por
diversión el placer con lo que diverge y nos hace aventurarnos en la esfera
desprejuiciada de lo otro). Pero con una alegría lo suficientemente
«apacible» como para que ese otro, lo divergente mismo, dé su necesario con-sentimiento
a la diversión. Sin la simpatía fraterna que reina en la serenidad de lo
jovial, es difícil vivir la pluralidad como fiesta y motivo de aprendizaje (en
lugar de como pretexto para el exorcismo de los propios demonios).
Por demás, pluralidad y divergencia son, contra lo que suele
creerse, el mejor caldo de cultivo de lo fraterno. Poco sentido tiene para los
que no somos perfectos el hacer migas con los que son iguales a nosotros, y sí,
y mucho, el hacerlo con quienes son diferentes, nos ponen a prueba y, al cabo,
nos enseñan que el mundo es más ancho de lo que da a entender nuestro
entrecejo. La alegría, la jovialidad consiste, tal como decíamos, en ese
divertido encuentro con lo que nos saca de las casillas de nuestras más
desesperadas seguridades.
La pluralidad amistosa y jovial requiere, por supuesto, de
un aprendizaje, y tiene sus ritos y espacios. La cultura mediterránea sabe de
ellos, y ha cultivado sistemáticamente la vida en la plaza, la discusión en el
ágora o el foro, el banquete entre amigos, el diálogo como motor de la vida
pública – en la filosofía, en la asamblea, en el teatro –, el viaje como
experiencia de aprendizaje… Todavía pueden observarse tales ritos, con su
cohorte de virtudes (la cortesía, la hospitalidad, la tolerancia, la
ecuanimidad…) en algunos rincones de nuestra geografía, e incluso en olvidadas
y humildes instituciones (los ateneos, las sociedades culturales, las peñas de
amigos…). Nada que ver, en todo caso, con el mundo digital y el espectáculo de
la polarización como expresión, ni siquiera de conflictos genuinamente humanos,
sino de un mero mercadeo de datos.
Urge, pues, recuperar ese jovial lazo filial capaz de
mantener la comunidad al servicio de sí misma, librándola de su desmoronamiento
definitivo, y sosteniéndola como el único recurso eficaz para salvarnos de la
destrucción y la barbarie.
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