miércoles, 3 de mayo de 2023

Filosofía sin fronteras

Este artículo fue originalmente publicado por El Periódico Extremadura 

¿Importa que unos jovencísimos filósofos, algunos de apenas quince o dieciséis años, se reúnan durante tres días para tratar de «Fronteras y Justicia global» (el lema de las X Olimpiadas Nacionales de Filosofía, celebradas hace unos días en Tenerife)? Por supuesto que sí. En cuanto jóvenes, porque van a ser ellos los que apechuguen con el desastrado y desigual mundo que les estamos dejando en suerte. Y en cuanto filósofos porque, ¿quiénes, si no ellos, van a tratar de lo que es o no justo? La ciencia solo nos ofrece datos. Y la política, un simple muestrario de los deseos de la gente (sean los del poderoso o los de la mayoría) …

Que la filosofía sea el saber que se ocupa de la justicia (y que la educación filosófica sea fundamental para formar gobernantes y ciudadanos justos) quiere decir muchas cosas. En primer lugar, que la justicia representa realmente un problema relevante. Algo que no todo el mundo ve claro: para algunos lo único que existe son los hechos contantes y sonantes, por lo que «lo justo» no es más que simple ficción (lo justo es justo lo que pasa: no hay más); otros creen que la justicia es en sí misma un tipo de hecho normativo, inevitablemente diferente según la cultura y época en la que la gente lo inventa; y, finalmente, están los que creen que existe algo así como lo universalmente justo, aunque sin que se sepa cómo logran justificar de forma consistente esa universalidad (por ejemplo, la de los derechos humanos), sin acudir a los dioses o los libros santos para que les resuelvan la papeleta.

Una vez que reconocemos que la justicia es un problema, toca intentar resolverlo. Y aquí cabe hacer algunas distinciones; por ejemplo, la que hay entre hechos y valores. La justicia es un valor, y no un hecho (nadie se topa con la justicia por la calle y, como tales, los hechos no son ni justos ni injustos). Y si la justicia ha de ser algo real (sería al menos justo que lo fuera), los valores también habrían de serlo. ¿Pero querría decir esto que los valores existen independientemente de los hechos? Esta hipótesis viene que ni pintada para justificar la universalidad de los valores, pero nos obliga a aceptar la existencia de mundos trascendentes (más allá de los hechos). ¡Uf!

¿Seguimos? Si alguien replicara que el razonamiento anterior no es verdadero porque, por ejemplo, no se basa en ningún hecho, se le podría preguntar por su concepción de la verdad (¿se basará ella misma en hechos?), y ahí tenemos otro asunto filosófico de los gordos. Otros podrían preguntar si la justicia es solo un valor aplicable a lo que acontece entre seres humanos, o también a nuestras relaciones con seres no humanos, y aquí es posible que tuviéramos que afrontar hondos asuntos éticos y antropológicos. Y eso sin contar con la no menos interesante relación de lo justo con lo estético: ¿habría seductores imaginarios especialmente proclives a la justicia?...

En cualquier caso, si alguna utilidad fundamental tienen la filosofía y la educación filosófica en relación con el problema de la justicia, es la de revelarnos el único marco en el que dicho problema puede afrontarse (sin recurrir a ningún «deus ex machina»): el de la universalidad de la razón y la ración de trascendencia a la que esta obliga. Ciertamente, sin una referencia a intereses desinteresados (desinteresados del aquí y el ahora) hablar de justicia no tiene el más mínimo interés. ¿Cómo podríamos interesarnos por algo más que nuestros intereses particulares si no pudiéramos entender la conexión necesaria entre ellos y los intereses de todos (aunque en diferentes camarotes – y la mitad en la sentina – vamos todos en el mismo barco)? Y no solo esto: los adolescentes intuyen a la perfección que comprender el mundo como una entidad coherente y con sentido (con un sentido del que nos podemos sentir partícipes) es del máximo interés particular. ¿Quién no quiere vivir en un mundo así de armonioso y lógico, en el que los iguales sean tratados como iguales, y el diálogo sea la lengua universal? ¿O cómo defender, si no es desde esa perspectiva racional y trascendente, la consideración del interés de los que aún no han nacido y merecen vivir, como nosotros, en un mundo habitable y en el que, como mínimo, aún tenga sentido hablar de la dignidad humana?

La justicia, pues, por su misma naturaleza, no entiende de fronteras. Hablar, por ello, de «justicia global» es un pleonasmo: o la justicia es global, o no es justicia alguna. Lo descubrieron nuestros jovencísimos filósofos hace unos días, mientras ponían en práctica ese espíritu cosmopolita y olímpico de los que razonan juntos. Igual es cosa del entusiasmo que me contagiaron, pero la conclusión parece justamente esta: el mundo que viene será un mundo de filósofos o no será…


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