Fachada Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá Foto del autor |
El profesor Jorge Ramírez enseña filosofía a los niños y las
niñas de los alrededores de Cúcuta, una zona de Colombia en la que los
cárteles de la droga, la delincuencia común, la guerrilla y los paramilitares
(a menudo difíciles de distinguir unos de otros) conforman los cuatro puntos
cardinales del horizonte laboral de sus alumnos, al menos de aquellos que
quieren escapar de la miseria.
Sin apoyo institucional ni económico, el profesor Ramírez se
las ha ingeniado para organizar un museo itinerante de la memoria, olimpiadas y
foros internacionales de filosofía; todo para que sus “pelaos”, como llama
cariñosamente a sus pupilos, puedan debatir con otros chicos y chicas (o con
los filósofos que se atreven a ir para allá) sobre las causas ideológicas de la
pobreza, los argumentos que nos comprometen con la paz y la justicia, o
cualquier otro asunto de enjundia filosófica.
Me encontré con él hace unos días, en el Centro Cultural y
Educativo Español Reyes Católicos de Bogotá, invitados ambos por el profesor de
filosofía Óscar Ramírez, y me pareció una persona de una humildad y alegría a
prueba de bombas (literalmente hablando). Y eso que Jorge no solo logra que sus
chicos y chicas transformen en ganas de estudiar el dolor y la rabia que –
vejados por la pobreza y la violencia – les come inevitablemente por dentro,
sino también que los narcos, guerrilleros o paramilitares, a los que les roba
su más preciada y barata carne de cañón, le tengan, probablemente, en el punto
de mira…
Además de al profesor Ramírez, he conocido estos días a
otros muchos colegas colombianos, la inmensa mayoría entusiasmados por el
oficio que ejercen o piensan ejercer, y ello pese a lo poquísimo que se gana,
la escasez de medios (especialmente en la escuela pública) y la dificultad de
trabajar con un alumnado educado en las leyes de la supervivencia y el crimen.
En la Universidad San Buenaventura, donde tuve la oportunidad de dar una charla
a futuros profesores, algunos de ellos, tal vez previendo la que se les venía
encima, llevaban hábito franciscano. Y en la Universidad Pedagógica Nacional,
donde también pude hablar a los futuros maestros, unos de los murales del
edificio rectoral recordaba la nómina de docentes y alumnos hechos
«desaparecer» (mi anfitrión – el profesor Maximiliano Prado – me contaba que,
en ciertas épocas, tenía que ir a la cárcel a realizar las tutorías con sus
alumnos). Pero pese a todo (o quizás por ello), la idea general entre
profesores y alumnado era la de la necesidad imperiosa de la educación (y de la
educación filosófica en particular) para instituir hábitos de diálogo y generar
y orientar cambios en una de las naciones con mayores índices de violencia,
desigualdad social y corrupción política del mundo.
¿Y en España? ¿No es cierto que, aun vencida hace tiempo la
violencia política, y con una tasa de corrupción menor, sufrimos de niveles de
desigualdad social cada vez mayores? Lo digo porque, curiosamente, el único
lugar en el que encontré algún profesor ruidosamente desmotivado (no la
mayoría, por suerte) fue en el Colegio Español, un centro de élite, en la zona
más rica y segura de Bogotá, y en el que se goza de privilegios, sueldos y
medios que ya quisieran no solo en Colombia, sino en muchos centros de nuestro
país.
¿Y esto? ¿Por dónde se nos va a algunos la fuerza? ¿Es que
hemos dejado de creer en el papel de la educación como herramienta de
transformación personal y social? ¿Desde cuándo hemos adoptado un papel
constantemente quejicoso y victimista (el mismo que achacamos a veces a los
jóvenes) ante un alumnado simplemente inmaduro que no se presta a obedecer
ciegamente como antes (pero que, como el de todos sitios, tiene una sed loca de
orientación y confrontación crítica con el presente), o ante una administración
que, aunque a veces ponga bastones en las ruedas, existe y está más o menos
presente?
En una de las actividades realizadas durante estos días
pusimos a dialogar, en grupos de diez o doce, a alumnos y alumnas adolescentes
de estratos económicos enfrentados (lo que, en Colombia, supone un abismo
social y cultural). El tema era justo el de la exclusión social y la violencia,
y el alumnado fue perfectamente capaz de dialogar y argumentar, sin que nadie
rechazase a nadie, y con parecido nivel de vehemencia y ganas de dar una
solución racional a los conflictos.
Creo que la administración española (antes de emprender más
cambios legislativos) debería hacer algo parecido con nosotros los profesores
(y luego con nuestros políticos): ponernos a debatir en grupos hasta que, con
paciencia y trabajo, alcanzáramos una visión básica y compartida de lo que
significa educar. Y, en caso de que no lo lográramos, que nos enviara a todos a
Colombia, al humilde colegio de Jorge Ramírez, a aprender de él esa fórmula
magistral hecha de ejemplo personal, conocimiento compartido y un compromiso
invariable (a prueba de balas, vaya) con el futuro de sus alumnos.
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