Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Como en otras ramas del saber, en la pedagogía hay cosas muy valiosas y otras malas y mediocres. Estas últimas provienen a veces de personas que, sin capacidad o disposición para reflexionar seriamente o para desarrollar ideas propias, se dedican a divulgar de manera frívola y hueca lo que han oído o leído a otros.
A
esto se suma el problema de que en estos saberes no siempre es fácil separar el
grano de la paja. De hecho, si en loca «sinergia» mezcla
usted palabras como «innovación», «creatividad», «empatía», «resiliencia», «complejidad» y otras por el estilo, y añade expresiones como «enfoque
socioafectivo», «pensamiento crítico», «experiencia vivencial» o «inteligencia colectiva», le aseguro que,
por desestructurada y superficial que sea su cháchara, se le simulará escuchar
con toda la seriedad que la circunstancia exija.
Ahora
bien, de todos los lugares comunes de la retórica pseudopedagógica (nada
que ver con la pedagogía de verdad, donde las palabras antes citadas tienen
realmente sentido), el más preocupante es aquel que dice que hay que «poner las
emociones en el centro»
del proceso educativo. ¿Qué significa esto? ¿Se han
de anteponer las emociones a cualquier otro criterio? Eso querrían, desde
luego, los publicistas, los políticos populistas y todo tipo de tiranos y
fanáticos. ¿Pero es algo que debamos querer también los docentes?
La
educación emocional, más necesaria que nunca, no consiste en enaltecer o
expresar sin más nuestras emociones, sino en comprenderlas, apreciarlas en lo
que valen y aprender a controlarlas sujetándolas a criterios de mayor entidad
moral. No es la emoción lo que debe «estar en el centro», sino la
razón, la reflexión y los valores más estimables. Las emociones son un sistema
primario y tosco de evaluación, relativamente útil (aunque no siempre) en
determinadas situaciones y que, sin una educación precisa, suele depender de
prejuicios, valores e ideas poco conscientes. A lo único que conduce el
obedecer a los «impulsos del corazón» es a hacernos esclavos de esas pasiones y prejuicios, incluyendo los
más destructivos.
Situar
a las emociones en el centro del proceso educativo, en lugar de al servicio de
los más nobles valores y principios, y de las razones que nos permiten
vislumbrarlos (y someterlos a crítica), es sentar las bases para convertir la
educación en un instrumento potencialmente integral de manipulación. Incorporar
la dimensión socioafectiva en el aprendizaje es algo más que necesario, sin
duda alguna; pero hay que saber hacerlo con delicadeza quirúrgica y exquisita
asepsia ideológica, y, desde luego, tras haber vacunado a los niños con dosis
masivas y diarias de raciocinio, sentido crítico y reflexión ética. Es decir,
con mucha, buena y verdadera educación emocional.
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