Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Lo
recuerdo con viveza aunque hayan pasado ya más de cuarenta años. Era una tarde
de Nochebuena y teníamos que recoger a una de mis abuelas, que vivía sola en
una barriada del extrarradio, para llevarla a cenar a casa. Cuando ya nos
marchábamos me llamó la atención la postura encorvada de una anciana que
permanecía sentada en un banco no lejos de nosotros. La luz del crepúsculo
invernal no dejaba ver muy bien, pero cuando logré hacerlo advertí que la mujer
estaba abrazada con todas sus fuerzas, casi fundida, a un perrillo pequeño que
sostenía en su regazo. La figura de aquella viejecilla sola, inmóvil, agarrada
a su perro en mitad de aquel descampado en vísperas de Navidad se me quedó en
la memoria como el más triste retrato de la soledad absoluta.
Hasta
que hace unos días me tope con otro igual o más melancólico aún. La imagen,
publicada en la prensa, era de otra anciana, sentada en una modesta mesa de
cocina, que dejaba caer dulcemente la cabeza sobre el rostro dibujado e
inexpresivo de un robot groseramente parecido a un pingüino y que, según se
decía más abajo, estaba programado hasta para reaccionar a las caricias.
Contaba la mujer que vivía con aquel autómata desde hacía cuatro años, y que
este sustituía a la familia, los hijos y a la pareja que no tenía. Si creía que
no podía hallar nada más triste a la anciana aquella del perrillo, me equivoqué
de plano.
Los
filósofos asocian la tristeza a la idea de un mal o disminución. ¿Pero tan malo
o imperfecto es que las personas no tengan más remedio que acallar su soledad –
o incluso prefieran hacerlo – con un animal o una máquina en lugar de con otro
ser humano?
Yo creo
que sí. Que proliferen mascotas o engendros mecánicos en sustitución de
personas en hogares, asilos u hospitales me parece algo intrínsecamente
perverso. No niego sus ventajas prácticas (por ejemplo, económicas), pero no es
menos innegable que sustituir interacciones humanas, por simples que puedan
ser, por otras más primarias o mecánicas, por complejas que puedan parecer, representa la
pérdida de algo esencial, y algo, por tanto, objetivamente triste.
Tal vez
lleguemos a acostumbrarnos a la extraña conversión del objeto (la máquina) en
sujeto, no digo que no. Quizás esto tenga relación con la cada vez más intensa
instrumentalización del mundo y del prójimo a la que parecemos abocados (si de
forma cada vez más infantil concebimos a las personas que nos rodean como
instrumentos, ¿por qué no vamos a dejar de considerar a los instrumentos como personas?). Es posible que el progreso
sea esto: una absoluta experiencia de unión con un «otro» a medida, con un
mundo en que ya nada nos sea indomesticable o ajeno. Pero a mí, más que una supresión de lo ajeno lo que todo esto me parece es una completa enajenación
colectiva. Esa por la que probablemente vamos a perdernos de nosotros mismos,
ahogados, como Narciso, en un líquido mundo de apariencias. Consúltenlo con su
androide más cercano.
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