![]() |
Ilustración de María Tilos |
Me escribía el otro día una buena amiga, recién agraciada con un nieto, para confesar que estaba completamente aterrorizada. Ahora no solo temía por sí, me decía, sino por ese otro e indefenso ser que traspasaba su existencia. Algunos padres suelen decir que no hay congoja mayor que la que sienten ante cualquier riesgo, real o imaginario, que puedan correr sus hijos. Parece que el amor es indesligable del horror, nunca suficientemente bien disimulado, a lo que les pueda pasar a las personas que quieres.
No es extraño. El
miedo es la clave de bóveda de nuestra vida psíquica y social. No solo el
miedo a «no ser» (raíz de todos los demás), sino también, como le ocurre a mi
amiga (y a todos), el miedo a «ser», es decir, a concretar nuestra vaporosa existencia en algo (un
hijo, un amor, una obra, una verdad…) igualmente susceptible de destrucción,
daño, error o fracaso.
Junto al miedo al «no ser» de los seres que
queremos o creamos, está el miedo a la propia muerte, al hecho increíble de
nuestra propia desaparición. Y esto a pesar de que los más luminosos filósofos
nos demuestren su imposibilidad metafísica o lógica, o la transformen en
acicate para – justamente – querer, crear y creer más allá de lo que parece
posible.
Pero tal vez peor que el miedo a morir está el
pavor a esa otra forma de «no-ser» que es la irrelevancia social, la soledad forzada, el silencio
poblado del eco de nuestra sola voz. Un miedo a ser un don nadie que, en el
fondo, no es más que la forma más soportable del terror a la insignificancia
absoluta, esto es, a la certeza de nuestra completa inconmensurabilidad con una
realidad que, si uno la piensa (pensar requiere valor), parece completamente inefable y
absurda.
Tantos y tan terribles son nuestros
miedos, que hemos poblado nuestra cultura de figuras monstruosas (brujas,
herejes, pervertidos, extranjeros, enemigos…)
para descargar en ellos, como si fueran un pararrayos, todos los terrores
que barruntamos de forma imprecisa, mientras que para los más concretos (el
abandono, el hambre, la violencia…) nos hemos constituido en comunidad
política, al precio de mantener ese otro miedo (más soportable) a la violencia
del poder – o a no estar a la altura de su expresión idolatrada y totémica –.
No hay ganancia en felicidad y libertad, dicen
también los filósofos, que no dependa de la liberación de todos estos miedos:
un alejamiento del poder y de los ídolos, una visión crítica de las
convenciones sociales, un no pensar en lo que «no es» (empezando por la
muerte), y una cuidadosa huida de pasiones y apegos. Claro que todo esto no es
siempre posible y para algunos supone poco menos que renunciar a vivir. O tal
vez resulte que no haya cosa que nos dé más miedo que dejar de tenerlo. A
saber. Atrevámonos a pensarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario