Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Desde adolescente tuve la extrema
necesidad de «tener una cultura». No ya por afán de destacar (que también), sino por la necesidad
de organizar ese tsunami de realidad que le viene a uno encima cuando sale de
la «caverna» de la infancia. Conocer la historia de nuestra especie, estudiar
las civilizaciones que nos precedieron, viajar por los mapas del atlas, leer a
los clásicos, entender lo que la ciencia dice del mundo, pelearse con los
libros de filosofía … Todo ello era un modo de defenderse de una existencia que
descubrías por vez primera como abrumadoramente incierta, dolorosa, compleja y
absurda. A más conocimiento – pensaba – menos incertidumbre, más prudencia para
afrontar las cosas, más capacidad para dotar de sentido a la vida, y más
caminos para ser bueno y feliz…
Pienso en todo esto cuando hablo con mis
alumnos y alumnas del último curso de Bachillerato, o con otros que ya han
comenzado en la universidad, y compruebo que muchos son incapaces de orientarse
históricamente, que la mayoría apenas conoce ni de nombre a los clásicos, que
de las ciencias solo parecen tener un conocimiento técnico o práctico (lo
necesario para aprobar exámenes), y que lo que para nosotros eran referentes
mínimos de una – hoy extinguida – «cultura general» (pintores,
músicos, pensadores, famosas obras de arte, lugares emblemáticos, épocas
decisivas…) son hoy para ellos signos indescifrables y carentes de interés. Tal
es así, que tengo la sensación de comenzar algunas clases como tras un
cataclismo, como si hubieran ardido de nuevo las grandes bibliotecas antiguas y
empezáramos a reconstruir la civilización otra vez…
Quizá lo único que pasa es que me estoy
haciendo viejo – pienso con alivio –, y que hay ahí un universo nuevo y fresco
de poderosos referentes culturales que yo soy ya incapaz de reconocer. Ojalá
sea así, me digo, y mis alumnos puedan usarlos para orientarse en este
torbellino de realidades múltiples, líquidas y desinformadas que nos circunda.
Pero mucho me temo que no; que los referentes que pueda proporcionar la cultura
contemporánea no son suficientes. La profunda desorientación vital y moral de
nuestros jóvenes (y no solo de ellos) no se resuelve con psicólogos, tendencias
efímeras y canciones pop, sino con competencias intelectuales y contenidos
culturales profundos y potentes. Sin ellos es imposible organizar y evaluar la
información, construir la propia identidad, dirigir la voluntad o gestionar las
emociones; sin ideas o referentes en común es inviable convivir
civilizadamente, dialogar seriamente sobre nada, formar una familia o
transformar el entorno. Mal que bien – y de manera elitista –, la educación se
ha encargado en los últimos siglos de transmitir esa «cultura general» a parte de la población. Pero hoy ni
sabe cómo enseñar esos referentes a la mayoría, ni
encuentra otros nuevos sobre los que construir una educación verdaderamente
innovadora. Los educadores seguimos empezando desde cero cada día, frente a la
mirada inquieta y perdida de adolescentes que aún no saben que no saben por
dónde empezar a agarrar el mundo.

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