Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Vivimos seguramente en uno de los países
más legalistas del mundo, sin que eso signifique que sea el más justo (y ni
siquiera el más seguro desde un punto de vista jurídico). No se sabe bien por
qué, hemos creído que a más leyes más justicia, cuando una cosa nada tiene que
ver con la otra: cantidad no implica calidad, aunque sí ineficacia, pues
cuantas más leyes más difícil es aplicarlas, respetarlas o juzgar su
incumplimiento.
Para corroborar esto basta asomarse a casi
cualquier ámbito laboral, empresarial, educativo, político o cultural: la suma
inextricable de decretos, órdenes, instrucciones y procedimientos normativos
que reglamenta casi cualquier cosa que hacemos es de tal magnitud que, si
quisiéramos respetar escrupulosamente la ley, tendríamos que dedicar años a
desentrañar la maraña regulativa (multiplicada por el número de
administraciones concurrentes) y, después, medir al milímetro cada paso que
damos para no incurrir en falta; cosas ambas que, obvia y razonablemente, nadie
– salvo los que dispongan de un abogado en nómina – puede hacer.
Y ojo que si la descomunal cantidad de
leyes con que confiamos resolverlo quijotescamente todo no dice nada acerca de
la justicia, su ineficacia práctica sí. Cuando las personas corrientes (que
somos más bien como Sancho Panza) no cumplimos con los incontables y
enrevesados requisitos legales – porque es prácticamente imposible –, o lo
hacemos solo superficialmente (para cubrir el expediente), y quienes vigilan o
inspeccionan lo hacen solo por encima – porque saben lo que hay –, y los que
juzgan lo hacen cuando pueden – es decir: a destiempo –, la arbitrariedad y la
inseguridad jurídica campan a sus anchas, el cumplimiento estricto de la ley
solo se exige como castigo para el que se sale del plato, y los juicios solo se
celebran en hora cuando parece haber una motivación política de fondo.
Porque es tanta nuestra afición a las
leyes, que incluso los problemas políticos se quieren resolver en los
tribunales, como si los jueces fueran sabios maestros de la justicia y
pudiéramos solventar las disputas ideológicas a golpe de sentencia. Pero los
jueces son lo que son – simples expertos en la aplicación de la ley –, y la
casuística normativa no nos libra (tan solo nos distrae) de dialogar
políticamente acerca de lo que es o no justo. Diría, para variar, que la forma
más efectiva de regular la convivencia no es la sobrerregulación legal, sino la
mejora de la educación cívica y política; pero siendo hoy la educación pasto,
como todo lo demás, de la hiperactividad normativa, pues… casi que mejor me
callo.

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