Parece claro que se avecina un nuevo ciclo político en el país, que es la forma elegante de decir que el poder va a cambiar de manos. Tampoco mucho, ya saben, porque, para bien y para mal, el poder, en un sentido profundo, no depende exactamente de a quién vote o deje de votar la gente, pero alguna diferencia sí que vamos a notar. Apunto alguna de las que se me ocurren.
Desde
un punto de vista económico, la derechización del país supondrá una
privatización de servicios públicos y una relativa bajada de impuestos, lo cual
beneficiará a empresarios, propietarios y especuladores, pero no a la mayoría,
que tendrá peores prestaciones sociales (por ejemplo, sanitarias). Por otra
parte, una ultraliberalización del negocio inmobiliario provocará un acceso más
complicado aún a la vivienda (que es donde más se invierte en este país). En el
sector primario, una hipotética desburocratización de las actividades
agropecuarias supondrá menos control de lo que comemos y más riesgo de
epidemias; y una mayor restricción de las importaciones agrícolas, como piden
las patronales del campo (añadida al previsible descenso de las subvenciones públicas
por la bajada de la presión fiscal) significará una cesta de la compra
significativamente más cara.
En
cuanto a la cuestión migratoria, una vez en el poder, y dada la necesidad de
mano de obra, probablemente no se tomen más que medidas cosméticas, a la vez
que se minimizan aún más las ya casi inexistentes políticas de integración. El
resultado será una población inmigrante similar, pero más estigmatizada y menos
integrada. Un cóctel explosivo.
En el
resto de ámbitos, los cambios son también previsibles: más dinero para la
enseñanza privada (y mayor deterioro aún de la pública) y menos para políticas
sociales (olvídense de ayudas a personas en riesgo de exclusión, fondos para la
cooperación internacional, medidas efectivas contra la violencia de género o
criterios de sostenibilidad que protejan las costas o el patrimonio natural de
la rapiña urbanística); más desregulación del ecosistema digital controlado por
las grandes compañías tecnológicas y más control policial de las calles (vean
las barbas del vecino americano); más retórica nacionalista y menos cultura
crítica; etc.
En
cuanto a la izquierda, le viene bien que gobiernen la derecha, e incluso la
ultraderecha. Para que esta pierda su aureola de partido antisistema (¿habrá
sido el objetivo secreto del PP y el PSOE el regalarle a VOX una elecciones en
Extremadura?) y para que aquella tenga tiempo de reinventarse. Porque ni se
puede vivir permanentemente del «no pasarán», ni de moralinas y banderas que más que despertar pasiones las
enconan y que, en todo caso, no mueven a la mayoría. Las bazas de la izquierda
deben ser una racionalización de la economía que permita sostener un estado del
bienestar más austero y comunitariamente orientado (evitando la «cultura del subsidio» e
integrando sin complejos a la población inmigrante) y la apuesta por una gobernabilidad mundial
que garantice el cumplimiento efectivo del derecho internacional y promueva un
desarrollo sostenible y justo a medio plazo. Con esos objetivos y con un equipo
de gente que no enferme de egolatría, la izquierda aún pueden soñar con ser una
alternativa política real. A ver cuántas navidades hacen falta. Y digo
navidades porque como sean «solsticios», van a ser infinitos. Ellos ya me entienden (o eso espero).

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