Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
Hace unos días se hizo pública la
impresionante carta de despedida de Diego, un chico de once años,
que se suicidó hace unos meses en Madrid para evitar ir al colegio.
Se aventura la hipótesis de que sufría acoso escolar, aunque el
chico no reveló nada a sus padres, ni en el colegio – dicen –
tenían el más mínimo indicio de la situación. Esto no prueba, en
absoluto, que no existiera tal acoso: es muy normal que un niño
acosado no denuncie el caso (ni a sus padres ni al centro), no ya
solo porque corre el riesgo de que se ensañen con él, sino también
– y esto es lo verdaderamente grave – por vergüenza y por miedo
al rechazo de los otros. No hace falta ser psicólogo para saber que
un adolescente que se presenta como víctima de sus iguales
compromete seriamente su “prestigio” ante el grupo, incluso ante
su familia y ante sí mismo. Y esto por más que su denuncia genere
comprensión y compasión en otros muchos.
Por esto, creo que la solución al
problema del acoso escolar no consiste, simplemente, en vigilar y
castigar, ni en pedir al niño acosado que (¡encima de todo!) se
enfrente al poder y se convierta en “delator”. Nada de eso sirve
para casi nada. Incluso puede ser contraproducente. Todavía recuerdo
cuando, de niño (cómplice pasivo, yo mismo, de acosadores), la más
leve denuncia o queja ante los profesores condenaba al acosado (que
todavía tenía cierta esperanza si aguantaba, se endurecía, y se
encontraba otra víctima más débil que él) a la marginación
absoluta – algo mucho peor, para un adolescente, que los golpes o
los insultos –.
Tampoco vale hablar de derechos y
valores como el que habla de la Santísima Trinidad. La Educación
para la Ciudadanía y materias afines (borradas del mapa educativo,
por cierto, por la malhadada LOMCE) son inútiles si en ellas no se
discute, con argumentos comprensibles y convincentes, sobre los
asuntos morales que subyacen al acoso escolar. Si algo no son los
niños y adolescentes es tontos. Saben que la mayoría de los
discursos sobre valores que rutinariamente declaman los adultos son
hipócritas y vacuos. Es difícil encontrar a algún educador que
sepa dar razones realmente convincentes
de por qué hay que tolerar a los que son diferentes,
o ser solidario con los más débiles (cuando,
además, es mucho más divertido y “natural” burlarse o
aprovecharse de ellos). Cuando yo estaba en la escuela, los floridos
discursos de los profesores invitándonos a compadecer o respetar
al alumno marginado no servían, normalmente, más que para aumentar
nuestra antipatía por él.
De hecho, casi todo lo que representa
realmente la institución y la vida escolar desmiente todo discurso
posible contra el acoso. Como he escuchado decir estos días al
filósofo y pedagogo Juan Antonio Negrete, el colegio es,
intrínsecamente, una institución dirigida al acoso. Esto
es, dirigida a inculcar en los niños la “dureza de la vida”, la
competencia, el afán por el triunfo o, como gusta de decirse ahora,
la excelencia,
tanto
en el aula (en donde se violenta constantemente a los
niños con instrucciones, tareas obligadas y evaluaciones diarias),
como fuera del aula, en donde los chicos se socializan en torno a
modelos que destilan violencia y acoso (el emprendedor voraz, el
deportista agresivo y obsesionado por competir, la mujer como objeto
sexual...). Maltratar al chico, casi siempre demasiado sensible o
inteligente, que no encaja en esos estereotipos, es parte del proceso
de afirmación de quien los cultiva. Y esos valores y estereotipos
son omnipresentes. En el centro educativo donde trabajo, y como conté
aquí mismo hace unos meses (“Hijo, no quiero que acabes como BillGates”, 11/10/2015), las paredes de muchas aulas están adornadas
con un panfleto donde se enuncian las reglas del éxito según
un famoso empresario. En realidad, tales reglas se reducen a una: que
la vida es un juego cruel de ganadores y perdedores, y que hay que
prepararse y endurecerse para estar entre los primeros.
Así que, si de verdad queremos que
casos como el de Diego no se vuelvan a repetir, tenemos que
reflexionar sobre todos esos modelos que empujan a muchos chicos (y a
no menos adultos) a percibir el mundo como una jungla en la
que hay que pelear, competir, vencer y humillar a otros, para ser
alguien en la vida. Porque esa percepción no se corrige,
simplemente, con renuevos didácticos o recursos psicológicos. Se
corrige, más bien, con el desarrollo del pensamiento crítico
imprescindible para que los chicos puedan relativizar y eventualmente
escapar de esos valores y modelos morales que los tiranizan (tanto a
las víctimas como a sus verdugos). En educación no faltan
innovaciones técnicas y pedagógicas, lo que faltan son teorías y
decisión para afrontar lo que nadie parece querer afrontar de modo
explícito: el problema de decidir en qué modelos y con
qué valores queremos y debemos educar a nuestros jóvenes.
Si la escuela ha de ser un
instrumento de transformación social, y no solo un reflejo servil
del statu quo imperante,
debemos ser capaces de cuestionar y relativizar los valores vigentes
e impedir que, como se desprende de la nueva ley educativa en vigor,
se eduque a los chicos como a estudiantes coreanos,
más pendientes de su rendimiento que de su bienestar y su integridad
como personas. ¿Saben, por cierto, cuál es la principal causa de
mortandad entre los adolescentes en Corea del Sur? Adivinen. El
suicidio.
Siento de veras disentir contigo, pero creo que tu idea de sociedad homogenea qie tiende al bien es ideal, pero talvez demasiado ideal, hasta un punto platónica me atreveria a decir. Aunque me lo puedas contrargumentar con algunos axiomas simples, la vida, tal y como la conocemos es una jungla.
ResponderEliminarDesde el instante en que nacemos hasta que nuestro corazón se cansa de latir. Durante este tramo estamos sumidos a infinidad de pruebas, algunas las superamos con suma facilidad y en otras no tenemos tanta suerte. Por eso creo que antes de crear una sociedad platónica, deberíamos enseñar a nuedtros hijos autosuperación, no ahogarse en un vaso de agua, darles cuenta que por el mero hecho de ser humano pieden superar las adversidades de esto llamado vida.
Antes de ser condescemdientes con los niños prefiero sercrítico, que evolucionen, que nunca se resignen, que aprendan a ver con perspectiva, que vayan a por metas aunque hayan más oportunidades de salir mal parados fe que de terminar vencedores. Solo hay una cosa peor que una sociedad sin metas, unos individuos sin ellas. Un mundo gris, gregario, que no se mueve ni tiene ganas de hacerlo.
Hola Berta & Pol. Muchas gracias por tu comentario y tus valiosas objeciones. Pese a ello, no puedo estar de acuerdo con ninguna de tales objeciones. No creo, en absoluto, que la vida humana ocurra en una jungla. Y me remito a hechos, no a ninguna utopía. Es un hecho demostrable que los hombres cooperan, se estiman y respetan con muchísima más frecuencia de lo que compiten y se destruyen. En cuanto a la capacidad para afrontar dificultades, no creo que se pueda enseñar a un niño mediante ningún tipo de exigencia o prueba más dura o relevante de la que simplemente significa ser o vivir de modo consciente. Tampoco creo que apostar por una educación no competitiva sea promover un mundo "gris" y desmotivado. Las personas son ya, por sí mismas, estructuras finalistas, tensadas siempre por el deseo. Lo que hay que procurar, en mi opinión, es no falsear el objeto de esos deseos, y educar a los niños para que sean críticos con todo el sistema de presuntos fines y metas que les queremos imbuir a través de la educación. Un cordial saludo.
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